La réplica y la reproducción de mi existencia
Dos días antes:
Algunas veces, me cuesta mantener la calma cuando apenas faltan 48 horas para cambiar la vida. Desde muy pequeña, siempre ha sido así. Ya mi fecha natal era un momento impertinente, pues haber nacido un catorce de septiembre, 24 horas antes del 15, significaba que sería siempre un día antes de empezar las clases en la escuela. El primer día, claro está, lo usaban las maestras para organizarlo todo y, en mi caso, las monjas para ir ordenando alfabéticamente los pecados por los cuales luego nos moverían en diferentes filas dependiendo de las faltas. Yo, claro está, siempre estuve en la fila de las jugadoras de la Ouija. Duplicadas ya las horas, un bellísimo 16 iniciábamos las clases y pasábamos de ser la niñez más libre del pueblo, a los pequeños cuerpos cerrados con uniformes, del mismo color, bajo las mismas reglas, que marcaban el profundo tránsito entre un ayer, un ahora y un futuro después de una dualidad calendárica.
Si, dos noches, dos madrugadas estresantes, porque así sucede, a menudo en los llamados fines de semana. Ese número de minutos que multiplica la existencia en cada uno de los calendarios pareciera estar atado a mí desde mis primeros cambios. Cuando salí de Venezuela, lo último que hice fue votar en unas elecciones que ocurrieron dos días antes de montarme en el avión. Con un dedito pintado de azul, que demostraba que también un voto viajaba conmigo, permanecí entre el péndulo de dos viajes para llegar por primera vez, a estudiar y trabajar en los Estados Unidos. Siempre con mis dos hijos, claro está, y con el deseo de que los dos primeros meses del invierno me permitieran seguir adaptándome al frío, lo suficiente para ser profesora de dos Universidades: una en inglés y otra en español. Con dos idiomas, en esos días que ya son mucho más que dos momentos de la vida, ese curioso número dos se activa de nuevo.
Dentro de dos días tengo la entrevista oficial para ser ciudadana del inmenso país donde he trabajado ya en dos universidades estatales. En los dos atardeceres próximos, intentaré calmarme volviendo a las palabras, a los juegos lingüísticos, a los momentos con los que sueño compartir los dos mundos que habitan en mi mente para proceder a la mudanza de un tercero. Dos, dualidad, duplicación. Dos, due, two. Dos, la réplica y la reproducción de mi existencia. Dos, la contraparte de lo que justamente soy ahora.
Una entrevista viene dentro de dos días y, al salir de ella, trataré de colocar los resultados en esta nota breve que escribo sobre dos servilletas cercanas a la mesa, el lugar de los olores y los afectos, donde la dualidad de lo que siento pareciera tener la dos-is suficiente para calmar mis esta-dos en según-dos.
Hoy:
Hace dos días, pensé mucho en la dualidad del existir. Acabo de terminar una conversación dinámica y curiosa, con firmeza en las respuestas, repleta de la felicidad simple de las palabras correctas, mi general provision. Soy ciudadana de los Estados Unidos. Ahora, esperaré dos semanas para la ceremonia. ♡
Just Like Heaven
10, 11, 12, y 13. Trece, una vez más, mi número favorito. Esa dualidad impar de un hombre vertical frente al las curvas de la mitad del cuerpo de una mujer. Trece. Dos piezas están juntas, pero no unidas. Un espacio blanco que las separa borra la mitad de los giros del segundo número, que también pudiera ser una cinta de Moebius, o un número ocho, donde el infinito de Escher jamás se detiene, mientras las hormigas siguen caminando sobre ambas caras … A Möbius strip band, que ya empieza a hacer girar las palabras en mi cabeza. El juego de las palabras, un acto de felonía a mi idioma natal, también lo he heredado de mi padre. Pero, esta vez, una movilidad frágil, elemental como el juego de los números, se inicia con una imagen que no lleva palabra alguna. Sólo la música, el cuerpo, el rostro, la barba encanecida de un actor de cine que ahora mueve sus manos con la rapidez de las cuerdas que se aferran al bajo. The Most Desirable Male Award, el John Wick vestido siempre de negro y con zapatos café en los conciertos, permanece 13 minutos en la cámara de mi teléfono, iluminado por los colores cálidos y diluidos del escenario, debajo de la oscuridad de la noche.
Tellurium, Te, 52. Paso a otro número, otra canción, otros minutos heredados que ahora están en mi pantalla. 52 segundos de video, que podrían ser 52 años de una vida, de un cumpleaños cercano que se atraviesa, que define el lugar en donde estamos ahora. An untouchable number, since it is never the sum of proper divisors of any number, and it is a noncototient since it is not equal to x − φ(x) for any x. A vertically symmetrical number. Allí residen, en el mismo septiembre, el cumpleaños del bajista y el mío; dos universos paralelos que no volverán a estar nuevamente unidos en el futuro. Y sí. El concierto ha sido mi regalo de cumpleaños inesperado, de un hombre a quien le llevo un número 13. Vuelvo a las matemáticas. Ahora entiendo, bajo el sonido de las palabras que se diluyen más cerca del escenario, que 52 y 13 están unidos por una razón, son el 5-2=3, el opuesto reflejo en el espejo del 3-1=2, que llegará pronto al 1-1=0. The absence of all magnitude or quantity, un único e invisible juego zero. Me detengo. El grado cero del pensamiento.
Giro, me acerco, allí. This phenomenological role for zero in representing nothingness is backed up for ...la no existencia. O la existencia en el vacío de una canción que se repite, que me permite retornar a mis orígenes y al juego de los números. Sí, The Cure. Decimales infinitos no periódicos, irracionales. Musicales. You /Soft and only /You /Lost and lonely/ You/ Strange as angels/ Dancing in the deepest oceans / Twisting in the water / You're just like a dream / Just like a dream… Números, números, más números y la necesidad perpetua de acercarme navegando en mis sueños. Recuerdo ahora que nunca aprendí a estar sentada en un concierto, ni siquiera en los espacios más formales. Recupero mi esencia de otros lugares repletos de fractales idiomáticos, culturales, anhelados, imposibles. Sueño de nuevo con ese espacio donde algunos números nunca se detienen. Imagino que el 52 y el 13, esta vez, están juntos por alguna razón. Dogstar is back on the road. Me escapo, miento, pido permiso sin mirar a los ojos de nadie, para llegar al punto donde el bajista teje las cuerdas ya afinadas. Logro llegar allí, cerca de la tarima, donde la mirada se expande en los detalles al observar la cantidad de gotas π que se deslizan en su rostro, el olor de cada uno de los cristales en su cuerpo, la asimetría de las sirgas móviles tejidas entre la dualidad de su cuerpo tímido, que no quiere ser vocalista, que permanece concentrado, mirando sus manos, estirando sus dedos, mientras yo sueño que Neo voltea a mirarme, que viajamos inconscientemente a Matrix, luego de tomarnos esa pastillita juntos. If you take the blue pill... the story ends, you wake up in your bed and believe whatever you want to believe. Y sí. Cierro los ojos. Las palabras se repiten en mi memoria, esta vez en las voces de su otro cuerpo, balanceadas entre dos números, manejadas por el principio de indeterminación de Keanu Reeves.
Israel
Dedicado a David Reher y Donald Wood.
¿Qué es lo que lleva un nombre en sus cinco letras? Pienso en David y mi cabeza se inicia con las piedras que suben cualquier esfera hasta llegar al ojo de Goliat. Desde un triángulo de los años, similares a la letra Y que en su tope tiene las dos líneas que simulan una tercera en las manos de David, lanzo una piedra tratando de sustentar las curvas de los videojuegos, para que sólo se adhiera a ese ojo. Un ojo que mira sin la tercera dimensión de las dualidades, un ojo gigante que se mantiene por encima de cualquier brevedad de los espacios.
Allí estoy, David frente a Goliat, con un arma artesanal en mis manos, con un ligamento que se estira hacia el pasado para que luego la pequeña roca se lance hacia el futuro, y quiebre esa mirada, cierre un único párpado y lo convierta en la nada. Una honda que lanza las piedras que han construido mi pequeño mundo virtual. Desde hace tres años, los jueves me reúno con David en la computadora. Es como un jueves Santo, donde se intercambian las ideas y se entretejen las experiencias, para luego pasar a los estudios, a las becas de trabajo, a los concursos académicos. Cerrar las imágenes en la clave de Zoom, es como cerrar los ojos para reconstruir un nuevo mundo, repleto de deberes, carente de toda ausencia que no sea la de la inspiración. Sí, porque, a veces, escribir requiere un sentimiento que nunca se comparte, que solo existe en solitario, y que se extiende a las dos manos que teclean cada una de las letras de manera uniforme, como esos dedos que estiraron la liga de una resortera, para lanzar la primera piedra. Otras veces, se anima en compañía.
Pienso, escribo, me detengo. Vuelvo a pensar. Los minutos pasan y los ojos de esta computadora aun no se abren, solo algunos silencios se escuchan. Escribir tiene también una estructura musical, variada, en ocasiones intensa. ¿Cuánto tiempo podríamos permanecer escribiendo si no existiera la hora única de las reuniones en Zoom? Muchas, quizás tantas como las que creamos en la mitología. Como en las de los relatos donde los gigantes se enfrentan a los más pequeños. Pienso de nuevo al mirar un nuevo rostro, esta vez el de un valiente guerrero que emprende una mirada repleta de preguntas. Mientras las respondo, otras surgen en mi mente ¿Qué inspiró en David y Goliat la fuerza de ambos cuerpos que comparten un mismo espacio? ¿Cuál es la forma mitológica más simple que se repite en mis historias? Pienso en Caravaggio, en el arte, en una cabeza detenida como símbolo de justicia. Vuelvo a pensar en la figura de los hombres inmensos, y en la dimensión ausente de toda visión tridimensional que nos concede el tener solo un ojo en la frente. Un ojo que puede estar abierto, cerrado, encandilado, lloroso. Un solo y único ojo. Una sola visión del arriba hacia abajo. Ese lugar donde ahora me encuentro, pequeñita, apedreando una mirada que no he logrado comprender. Decido lanzarlas. Las retiro de mi bolso. Cinco piedras. Un pentágono de palabras. Cada una se mueve hasta llegar a las seis letras de Israel: Fe, Confianza, Coraje, Obediencia y Alabanza. Inmediatamente, Zoom me lleva de una pantalla a otra, de un grupo de David al universo del Don.
Porque Goliat ya me conoce, desde hace mucho tiempo, desde el triángulo equilátero de los tres años. Ese triángulo virtual, que me permitirá seguir siempre lanzando pequeñas piedritas hacia arriba, para que luego caigan, como sólidas gotas de lluvia que enmudecen lo que no he vivido aún. Hoy, al vernos en la pantalla, las dos letras “D” de mis amigos me permiten recordar que el tiempo seguirá existiendo en los mundos y mapas diversos, que la identidad solo se reconstruye en los momentos y espacios que habitamos. Ya nos alejamos de las tribus y nos acercamos a un reino. Dejamos de ser jueces, abrimos un relato continuo, quebramos todas las franjas, vamos más allá del Egeo, del Nilo, de la sentencia injusta de los faraones, para reunirnos en un equilibrio temporal perfecto, David, Donald y yo, a través del Zoom.
DIGOPALABRAS. CUENTOS DE CLAUDIA CAVALLIN (VENEZUELA)
Estación Central
Vivaldi, Vivaldi, cuatro estaciones se mueven dilatando las notas para que no me detenga. Desde hace unos días, me cuesta concentrarme sin escuchar la música, pues la primavera dejó de serlo y el verano derrite las notas. Es difícil notar las ausencias, cuando decenas de personas empujan sus cuerpos para pasar rápidamente la barra de la estación del tren. Cuerpos adheridos, unidos unos a otros, aglutinados por el sudor, intentan detenerse, estacionarse rápidamente, como los autos que dejaron en las líneas que dividen la entrada de la salida frente a los vagones. Ya es de noche, y en la espera de la Estación Central, me detengo. Subo la mirada, muevo mis ojos, observo. Mientras en Mercurio los cambios de estación son imperceptibles, recuerdo que en Urano y Neptuno son tan largos que los giros multiplicables de sus órbitas no entran en nuestros años terrenales. Por supuesto, mi estado estacionario no solo depende del tumulto nocturno, o de las ausencias de los espacios del anticuerpo. Va más allá. Desde hace meses, probablemente un año, la proteína producida por mi sistema inmunitario ha dejado de detectar los antígenos. Puede que haya sido una línea tenue aferrada a aquella prueba rápida que me hice estacionado en la larga línea de los exámenes gratuitos. O quizás los antígenos se han mudado al otoño, y caerán pronto para volver a ser renovados el año entrante, sin mayores daños que los que la paciencia otorga.
Quizás el volver a nacer tiene que ver con aquello que otros llaman resurrección, luego de haber pasado por los latigazos y las meditaciones del Vía Crucis. Catorce estaciones llevan al sepulcro, nueve estaciones aparecen después de la cruz, en el mundo externo que habitamos, y desde el cual miro el ciclo nocturno en este momento, existen otras cinco estaciones restantes que discurren en el interior del Santo Sepulcro. Bajo la mirada y dejo de pensar en ello. No tiene mucho sentido colocar las estaciones planetarias cerca de la de los sacrificios corpóreos. Sigue llegando gente y ya ahora las líneas de la Estación Central se sienten calurosas y repletas de olores diversos. Es extraño que el olfato se agudice más que otros sentidos cuando estamos en una zona tan compartida. Puede que sea un mecanismo de defensa, ante otros signos corporales que podrían molestar o intimidar a los más sensatos. Deberíamos tener más activo el oído, pienso, porque las estaciones de radio podrían defendernos rápidamente con alertas, como en el programa de Orson Welles. Alertas falsas, claro está, pero que pueden estacionar la visión del mundo en un lugar de guerra donde, de nuevo, en el otoño, algo se estaciona, como aquel 30 de octubre de 1938. Curioso, ciertamente curioso. Hoy es 30 de octubre, pero de un siglo diferente. ¿Volvemos a tener una Guerra de dos Mundos? No una sino varias, quizás muchas. Me empujan, se adhieren a mi cuerpo los que siempre arriban tarde. Sudado, debería pensar en otra cosa, algo más simple, alejado de la historia o la literatura. Abro los ojos y volteo la mirada hacia las tiendas ya cerradas. Una de ellas llama profundamente mi atención. Otro sentido se activa, esta vez el gusto. Es un bazar repleto de quesos semicurados que se exhiben en la vitrina. Puede que hayan estado allí por tres meses o, quizás, más tiempo. Uno de ellos, un queso estacionado cuyo contenido acuoso se ha reducido, hace latir mi paladar.
Latencia latente, semicurada, tierna y fresca. Noto que el tren no llega aun, que la fila de pasajeros expectantes está cada vez más repleta, y que mi sentido que se activó es el más líquido. Recuerdo ahora la canción “Estación del Gusto del Mixteco”, y el breve corpus de la lengua resuena en mi cabeza. La banda, esa que sonaba antes de dejar mi auto estacionado, mucho antes de bajarme en esta estación de tren. “Órgano musical de invasores” ¡Nakumichindo!, ¡Buen día! Mixteco, “me gusta tener a dos…” ¿Dos qué? ¿Dos estaciones más? Sí, dos estaciones más y el tren va a arribar a tiempo. El “pueblo de la lluvia” transfiere mi paladar a los oídos ¿dos sentidos? ¿dos de cinco? Ya he mencionado tres, ¿o cuatro? Sí, he mencionado cuatro de los cinco sentidos, queda sólo uno, en el quinquenio sensorial que se estaciona en mi mente, el más especial, el tacto, ¿Cómo estacionarme en el tacto? ¿Cuántas paradas debo pasar para sentirlo, más allá de las figuras, los olores, los sonidos, los sabores? Ah, la estación del tacto, esa, la única que anhelo en este momento. Mi estación central, sigue lloviendo, cada vez más fuerte, lluvia politeísta, muchas personas me aprietan, me asfixian, me mueven sobre la línea amarilla. Impalpable, estacionado. Debo volver al mundo táctil, debo hacer uso del más amplio sentido de mi cuerpo. Un universo háptico me espera. Decido, salto. He llegado. Última estación.
Ukraine
Måneskin, Måneskin … son las palabras que siguen girando en mi cabeza después de que los colores en mis ojos pasaran el azul, para transformarse en un denso rojo que une las lágrimas con pequeños coagúlos que permiten cerrarlos, esta vez, con costuras enhebradas de cicatrices. ¿Por qué terminaba allí, después de todo? Si alguien me hubiese advertido lo que vendría, puede que mi deseo de volver, de ese eterno retorno nietzscheano que siempre acompañaba mis viajes, se hubiese detenido. Pero no fue así. Al contrario, mi perfecta capacidad de regresar a los orígenes impresos en mi pasaporte me animó a tomar esta vía alterna y musical, donde la memoria se reconstruye a través de ciertos cuerpos seductores y naturales que ahora detallo por última vez, cerca del rock, de las drogas, del alcohol. ¿Por qué quise llegar tan lejos? Sigue siendo otra de las preguntas que no he logrado borrar y que se diluye con mi saliva, al caer de la tarima. Puede que haya sido mi intención de recordar las inocentes escapadas que hice desde niña, en la ciudad distante donde crecí, sobre el quiebre del borde entre dos países, dos culturas, dos raíces rizomáticas que se conectaban y multiplicaban, pero solo por debajo de los puentes, en la densa oscuridad nocturna. Sí, pudo haber sido ese deseo necesario de recuperar la memoria ancestral, de regresar al ajeno cigoñal de aquella geografía ahora disuelta. Pero yo ¿una mujer disoluta en otro país? Y de ser así ¿por qué en el idioma heredado y no el que había logrado reconstruir junto a las frágiles paredes de una residencia en los Estados Unidos? Quizás, la memoria tiene ese talento que otros no destacan, o esa inquietud que muchos no detienen, y así se originó todo, bajo el principio de una ausencia secreta, en la Universidad donde trabajo, para llegar a lo que logro degustar ahora, cuando corro la lengua entre mis labios rojos, extremadamente rojos, repleta de sangre, sí, esa referencia política rossa que ha unido siempre a mis generaciones anteriores. “You’re so dark but you’re paint it red” … mis oídos siguen escuchando esta canción, cada vez más distante. Las voces enmudecen y, al mismo tiempo, se repiten. Construyen un eco que redunda en cada pregunta, una y mil veces … “How are you sleeping at night?, How do you close both your eyes?, Living with all of those lives on your hands? …” así, un palimpsesto entre mis manos, en mis ojos, dentro de lo que alguna vez fue un sueño. Pero ya no lo es. O si llegara a serlo, se adelanta la incapacidad de despertar mi mente. En la simplicidad de lo corpóreo ¿seguiré sintiendo este dolor profundo? Como no puedo volver a taparlas, mis córneas comienzan a empañarse como pequeñas ventanas bajo una tormenta de polvo. Entonces, recuerdo también la arena, el mar, y aquello que alguna vez me hizo llorar cuando intenté aprender a nadar sumergida bajo las olas más altas, aquellas que terminaron perforando la escoria con la flecha de mi cuerpo. Sí, allí los ojos eran desiertos sin clausura, nubes de polvo salado, que ardían, que se quemaban a sí mismos. “Standing alone on the Hill, Using your fuel to kill”… La canción no ha terminado, pero ya comienzan a caminar sobre mí otros recuerdos, bajo el peso de las piernas y los músculos de espectadores que no han notado mi presencia, tirada en el suelo, inferior a las pisadas y saltos que se entonan cada vez más fuerte. Tampoco han notado mi ausencia. O mi silencio, después de todo, ¿Por qué tendrían que hacerlo? Quizás, ya existe un final más arriba, el del espectáculo que quiebra mi identidad, y decido intentar, así sea por última vez, volver a mover mis manos para llegar a mi cuello roto y apretar con fuerzas ese escapulario de la Virgen de la Consolación de Táriba o de Santa Augusta de Treviso. Pero ya no puedo tocarlo. Ariadna, destejida. Serpientes de Basilisco. Ya todo se detiene, nada existe. “How are you sleeping at night? How do you close both your eyes? Living with all of those lives on your hands?”… No, no y no. No puedo percibir nada cercano mientras el trayecto de la música se mantiene hasta el minuto último de mi despedida. Primero se detiene el tacto, y mi piel recobra la fortaleza de la tierra. La mirada empañada, convierte el vapor de humo del concierto en ese hielo que cristaliza todo lo que alguna vez vi. Ya no puedo contemplar nada más. La noche ingresa y registra la ausencia de los colores en mis ojos. Tampoco puedo volver a degustar el sabor amargo de la sangre seca, que pasa del rojo al violeta, de la modernidad líquida al coagulo ancestral. Inhalo un último paso, las notas heavy, metálicas, de una canción que ya se aleja. Me despido, me quiebro, me retiro. Como en la antigua Grecia, lo hago para purificar mi alma, para llegar más rápido a mi destino próximo, donde las llamas se acercan. Arribo a mi final, a mi acto crematorio necesario, a mi infierno de Dante. En medio del fuego, y del escenario circular de mis propias ruinas, emprendo mi postrimero viaje, mientras Måneskin sella este último ticket diciendo “Wе’re gonna dance on gasoline”.
Conversaciones memorables 5
Desde que salí de Venezuela, y como descendiente de la migración italiana que allí vivió, siempre me he mudado llevando, en el equipaje de la memoria, las palabras que habitaban en los libros de papel que nunca cruzaron las fronteras. He trabajado en cinco universidades, tres países, dos idiomas, y todo pareciera conectarme siempre con el espacio común de las nuevas generaciones, aquellas que desean aprender sobre lo que sucede actualmente o predecir lo que vendrá. No obstante, para mí, la conversación más valiosa es la que me permite volver a mis raíces, más allá de toda geografía. Con Victoria de Stefano pude hablar siempre desde la distancia. Nos unimos a través de la escritura. Me contó sobre su Rimini natal, que su madre era de Parma, su padre del Sur —un pequeño pueblo llamado Padula—, y que se conocieron paseando en la Plaza San Marco. Narraba, con detalle, la experiencia de sus padres cuando ambos vivieron en Venecia. En ocasiones nos mudábamos a sus sentimientos del día a día, “me leen los lectores más jóvenes”, o “acuérdate de la frase de Lezama Lima… viajero inmóvil… siempre se puede viajar leyendo”. A veces se despedía de mí con “te saludo, tengo que preparar el almuerzo” y desde tan lejos compartimos algunas recetas culinarias. Uniendo el sabor y las palabras, me contó que “Salvador Garmendia, que era madrugador y muy trabajador, a eso de las once bajaba a la cocina a tocar las ollas para palpar un poco de realidad”. Cada vez que vuelvo a leerla, cada vez que viajo —así sea a través de los recuerdos—, cada vez que cocino —que es uno de mis pequeños vicios—, converso en mi memoria con Victoria de Stefano.
Con el sol de los venados
Hoy son las elecciones presidenciales en mi país natal, Venezuela, al que mi cuerpo no ha podido retornar desde hace ocho años. Sólo esa entidad, porque mi mente, mis palabras, mi forma de compartir lo que todos queremos leer, mi memoria que se une a la memoria colectiva, nunca se fue. Todo lo anterior ha logrado permanecer allí al escribir, de múltiples formas y en diversos espacios, lo que nos une, como si fueran puentes entre los diarios y las revistas, o tarjetas de embarque para los barcos letrados que partieron desde varios puertos en mis clases. Desde todos los países, entre ambos espacios – el periodismo y la literatura-, hay un lugar del que no he querido alejarme nunca, aunque haya pasado ya por cinco universidades valiosas, dos como estudiante/docente y tres como profesora. Porque así se mueve el mundo y las palabras. Nunca hay un único Lugar común, existe una dualidad léxica que siempre nos recuerda el espacio geográfico compartido, estemos donde estemos. Más allá de las líneas, Venezuela vive conmigo en un pequeño mundo repleto de libros.
Porque las librerías y las bibliotecas nos unen como puentes, aunque cada vez que entremos a una de ellas nos llueva la nostalgia de los espacios más abiertos, de las plazas repletas de aquellos toldos en las ferias que podían humedecerse y secarse más rápido que las imprentas. Pero, hay algo más. Hoy quise regresar a Venezuela, como siempre, como nunca, como periodista, como madre, como profesora, como alumna, como amiga, como la que está repleta de libros venezolanos, y no pude. Traté de hacerlo a través de las redes, ese mundo virtual que comparto y que nunca ha sido ajeno. Allí no estaban los recuerdos personales, o los anhelos distantes que tuve desde niña. Tampoco habitan las personas que dejé y que no volveré a ver, porque ya no viven en mi país de origen. Entonces, me dejé llevar por lo que he hecho en los últimos años. Hay un sitio, uno solo, único, lejano, abierto, natural y repleto de árboles, que me permite viajar en el tiempo, o ingresar a un túnel que conecta, inmediatamente, los territorios aislados en un mapa. Sí, existe, y lo descubrí hace años con la pandemia. Es un lugar solitario, donde se escuchan las aguas del río Torbes, donde las mariposas y los turpiales llegan rápido a insertarse entre las flores. Donde hay chicharras. Donde los árboles se mueven al compás del sol de los venados, esa especie animal, ingenua y veloz, que se ha transformado en mi único ticket para regresar. Mi querencia es el monte, mi refugio vive allí.
Hoy, día de las elecciones que por años no hemos tenido, calenté la ausencia de mi voto con la esperanza de que ese sol ilumine el amanecer de una nueva Venezuela.
Colombia
Que la autopista está colapsada, que no van a dejar entrar a los que no tengan los boletos en sus celulares, que vale la pena llegar temprano y dejar el auto en el hotel, caminar luego y tomar un bus, que no importa si tienes el número de las sillas, siempre habrá alguien que desea bajar de las que están más altas; no bebas, no fumes, no colapses dentro del estadio. Recuerda que lo primero que perderás serás la voz, ante los mil millones de gritos, que tus últimas palabras ya no tendrán eco y desentonarán en medio de una celebración con lluvia de cerveza. Ah, no olvides que las olas, sí, ajenas a la historia personal de la película Die Welle, animan, no reprimen. Los movimientos de cuerpos que se levantan y brazos que se extienden para trasladar el oleaje de las aguas del Caribe al mar de fondo del NRG Stadium, consiguen conectar a todos con la entonación de los colores de la ropa, ese amarillo incandescente que se opone al negro, al blanco, a los extremos de la paleta.
Comienza la cuenta regresiva, el sonido de las trompetas, los alaridos del fanatismo, y los números que bajan en la pantalla gigante -que, frente a mí, se atreven a detenerlo todo, ante la movilidad absurda de un principio de indeterminación- parecieran encontrar el múltiplo más cercano del número grande, para crear la diferencia con todos los números restantes que palpitamos en cada línea de las bancas. Y, para variar, ajena a las chaquetas de Fidel Castro, Adidas nos une con la trilogía de las rayas inclinadas que se llevan en el pecho, más arriba del corazón. Todavía no sabemos que llegaremos a las finales, ni que en un futuro no muy lejano se jugará un extra tiempo, ni que luego esta marca de ropa decidirá, antes de los Juegos Olímpicos en París, cancelar una campaña de Bella Hadid por su apoyo a Palestina. Nada de esto existe aún. Sólo el primer tiempo, ese instante donde la movilidad se expande de un lado al otro, de una arquería a su reflejo en el otro bando, entre las redes opuestas, como un péndulo de Foucault que demuestra la rotación de la tierra, para que cada minuto oscile en cualquier plano vertical, chute fuerte, meta un gol.
“La Copa América va a vender las entradas en rebaja”, me animó meses antes a predecir que el evento finalmente llegaría a nosotros, los que luego migramos sin llegar a la final. Santoralmente non esiste il nome Calcio, pero un 24 de junio es la natividad de San Juan Bautista y, ese día, abren los pases de las entradas, de los balones, de la memoria. San Juan de Puerto Rico, viene a mí y me lleva a La Perla, acompañada por el ritmo de los tambores que transforman el eco del estadio en el culto al español, que también se habla con saques de esquina en los Estados Unidos. Me detengo y pienso en aquel matadero que surgió en un siglo XIX tardío, en el que los boricuas establecieron sus casas. Inmediatamente veo que, en las ausencias de los espacios, cualquiera puede ser bueno, que de todos se puede esperar algo, para recrear lugares, sueños, esperanzas… ¡Gol! James Rodríguez acaba de cuadrar, a través de sus pases, el primero de dos que terminarán rompiendo el cristal del grupo D, extendiendo la ausencia del perder, de nuevo, al número 24, porque ya existen veinticuatro juegos unbeaten.
Otro gol viene después y las pocas franelas paraguayas comienzan a arrugarse, a achicarse entre los cuerpos de la cultura de la nación. La Albirroja palidece, se fragmenta, aprieta los dedos de sus manos sin atreverse a usarlos. Porque, en el fútbol, sólo deben usarse los pies, para correr, para patear, para saltar, para dar un pase, y otro, y uno más, hasta llegar al último que rompe las redes del enemigo, que abre la portería del contrario, como minutos atrás se abrieron las puertas del estadio, para que entraran 67.059 balones humanos, con sus rostros esféricos y simétricos, con sus coloridas líneas de las banderas en las mejillas. No se trata de habitar en Doral, Kendall, Weston o Queens. Es la diáspora de los afectos la que une el sabor del trigo, el olor del café, el sonido de los vallenatos que reflejan a las mariposas amarillas en un éxodo que nunca se quiebra, que jamás se detiene, que un juego de 90 minutos logra reconstruir, bajo la luz de ese espectro solar que ilumina la noche y la nostalgia de volver a Colombia.
Syracuse, Norman, Brooklyn
En un lugar ajeno a toda la memoria del que siempre se lleva la palabra eureka como inicio del darse cuenta de que el agua sube en la bañera, Siracusa se reconstruye a sí misma en un baño sin bidet. He escrito estas dos líneas pensando que el frío me iba a congelar cada una de las palabras que anoté hace seis meses. Lo hice en silencio o, mejor dicho, rodeada del silencio ajeno, cuando estaba cuidando la única casa deshabitada de la cuadra, ajena a todo lo italiano excepto por su nombre. Los Orangemen se preparaban para celebrar la fiesta de fin de año, mientras yo contaba los pasos para no hacer rechinar la madera húmeda que todavía permanece en los sótanos profundos, debajo de esas silenciosas calles.
De pronto me contengo y todavía no entiendo el por qué. Quizás debieron pasar muchos días, o muchos meses para poder mover de nuevo estas letras ante una pantalla ardiente de verano. ¿Qué significa entonces detenerse? El mutismo entre los días y los meses. El cambio de vida, el origen de una nueva amistad. El traslado de una ciudad a otra, de Nueva York a un estado lejano y lagunoso como Oklahoma, que puede alterarlo todo, pero no se borra. Como las mudanzas en las casas. Objetos, recuerdos, olvido y reconstrucción. Todo se enhebra. Todo se anota y se reescribe, en especial si es el último mes del año. O lo era. Diciembre.
Desde niña me he detenido en los diciembres. Andrés Eloy Blanco, las uvas el tiempo, el exilio, han sido parte de lo que me permite sostener, al menos en minutos y saboreando rápidamente, cada una de las doce campanadas en la memoria del rescate. La sonoridad de los anhelos incumplidos, el goce profundo de los enigmas no resueltos, la ausencia admirada de aquellos que se fueron a tiempo. Todo y cada uno de estos sentimientos se une al agridulce sabor de unas uvas que permanecieron en la nevera, redoblando el frío de la ciudad neoyorquina. Las mismas, pero de otro color, que ahora están cerca del teclado, derritiéndose bajo la intensa luz solar que opaca las teclas que hago sonar rítmicamente, pero sin ningún retroceso de chequeo o rescritura en Norman ¿Por qué me obligo a esperar meses antes de culminar dos simples párrafos? ¿Habrá algo ausente que entreteje los silencios?
Debe haberlo. Quizás la vida cambia cuando también la geografía sufre una alteración simbiótica. Y entonces, desde los dos universos paralelos que se saborean a sí mismos, algo vuelve a formarse. Como las semillas que existen dentro de las dulces esferitas de Oklahoma, la ausencia de ellas en Nueva York se equilibra. Y es así como se resuelve el llamado uso del porqué de las cosas.
Ahora entiendo todo. Parte de esas pequeñas uvas se mudan, cambian de ciudad, alteran sus sabores de Syracuse, de Brooklyn. Otra parte, acalorada y radiante, permanece aquí, en Norman, similares a los colores azul, amarillo y fucsia de las sábanas, en los espejos luminosos, en los ositos de peluche, en cada una de las cosas que me rodean cuando reescribo algo que ya había sido escrito en diciembre, hace de veintitrés años atrás.
Para Juliana.
Solnámbula
Tres, dos, una. Nocturna. Vuelvo a la hibridez de la noche, después de haber logrado salir de las distancias luminosas de las oficinas. Cada vez que me inserto en el salón sin ventanas, repleto de sillas multiplicadas, incandalada por la luz, mis ojos se cierran. Mis palabras se mezclan bajo la intensa luminosidad del techo. Dos, tres, cuatro, lámparas simétricas parpadean sus pupilas para retomar flujos esparnidos, que se esparcen y nunca se detienen o esconden. Otra vez, luces, léxicos, la circularidad en mi memoria. Mientras espero, pienso que los rayos estelares no deberían conectarse. Dicen que hay un paralelismo ejetrans que emerge de la realidad social y que entreteje una nueva telaraña, pero el exceso de luz nunca me permite ver el tejido de los hilos enebróviles, que son blancos o, quizás, transparentes, que se dislofundan y me hacen parpadear repetidamente horádicamente. Cinco, siete, nueve, once estudiantes llegan y se reclinan en sus asientos. Cierro las ventanas para poder multiplicarlos como sombras, porniego dejar que sean pocos. Doce, dieciséis, veinte, así estamos mejor.
Inicio mi asignatura “Introducción para la valoración musical de los números: La ritmología de Pi”. Del 3,1416 surgen parejas animadas a parpasonar sus apuntes siempre y cuando, claro está, nada multiplique las horas tecladas de la clase. Terejuan y Mariedro no trajeron sus tareas completxas y me piden un tiempo extra. Por supuesto, les insisto en que es impocierto que el ritmo de la clase se preste a estas situaciones. Recalco que el tiempo no está hecho de números, ni de líneas, ni de unicélulas expandidas para culminarlo todo. Todo lo contrario, como el dianoche, hay algo híbrido que nunca nos permite ausentar el pendulafóbico ritmo de nuestras vidas. Todos guarblan en silencio. Les asigno un trabajo en grupo para que se unan en núcleos corpóreos, donde las histonas van a ser las lideraticas de la imagen en partitura. Mientras trabajan, bajo la mirada espandilada hacia otra lucecita breve, chequeo mi celuloide, busco un mensaje de Juan Carlos que me ayude a salir de la claustrofilia de un espacio abierto. Pero nada, no todavía. Vuelvo a la expresión génica de las rayuamparas en el techo. Citoplasmas encandilantésicos en el reloj, me dicen que solo faltan veinte minuhoras. Todo va a salir bien. Es tansola una clase.
Cierro las páginas de un libro, lamo la pizarra. Unellos entrega la tarea. La guarborro en mi bolso. Les digo adiós con alegría irónica. Diez, ocho, seis, cuatro, los neganúmeros comienzan a diluirse. El aula es ahora un agujero blanco. Encandilada aún, salgo de ella e inicio el retorceso a casa. Es la humanidad de la noche, la que siempre está espenegándome en la puerta que labroro siempre girando en silencio. Ya adentro, dentro, sientro, mientras cierro la ventana vislumacuosa. Una, cero.
La Calle del Búfalo
Lejos de mí país, en medio del aquí y el ahora, entre las distancias geográficas, encendí de nuevo mi computadora para viajar a los reencuentros virtuales. Esta vez, llegué a la ciudad donde viví, Caracas, y atravesé la calle rota, diluida entre fragmentos equiláteros de mi memoria, pero cada vez más escalenos en la realidad. Me detuve para acercarme a los detalles y comencé a ver la ausencia de colores cálidos, perdidos entre los alineamientos verticales de las rejas unidas por pequeñas cadenas carcelarias, donde las puertas simulan aquellos escalones que siempre bajan, como la inclinación de la zona donde se construyen. Más detalles. Salí de las imágenes y entré a las palabras. “La calle del Búfalo tiene un corazón a la izquierda de Braulio”, eso fue lo que escribí cuando mi amigo inició en su Facebook la conversación sobre este retrato encuadrado, vinculado con las dimensiones exactas de la entrada de un garaje, en una residencia fracturada, sobre las líneas perversas de un paseo cualquiera. Erik, es filósofo y profesor de aquellas ideas profundas que, generalmente, pueden coincidir con una imagen, e inmediatamente explicó a mi amiga Carmen (quien comentó “no entiendo esta foto…. ¿no importa?”) “...lo difícil que es traducir linealmente una fotografía a un texto”. En ese momento, no pude evitar recordar La cámara lúcida de Barthes, e inmediatamente volví a mirar esta fotografía. ¿Estaba perfectamente alineada? ¿El corazón está a la izquierda de Braulio? No. No podría estarlo. Braulio (si él existe, entre las letras y las palabras que definen su nombre como un caligrama) no puede verme. Soy yo quien lo mira, desde la distancia, pero en la cercanía de mi interpretación severa. Entonces, Braulio está a mi izquierda y el corazón a mi derecha. Mientras lo observo, Erik vuele a comentar lo que nos mira: “…es complicado, pero hay que comenzar por asumir que la fotografía, a diferencia de la palabra, no representa, sino que presenta sin sentido la apariencia de la cosa”. Vuelvo a mirar…. (¿debería decir “a leer” la fotografía?) y ahora mis sentidos confluyen. Barthes no podía reconocer a su propia madre en la foto y yo no puedo reconocer a una pareja de árboles. Ya no lo son …. no para mí. ¿Continúan siendo una pareja? Sí, eso leo, o ahora, eso “interpreto”. Pero no son una pareja de árboles. Cada árbol vive en su tiempo y en su espacio. Sin comunicarse, sin tocarse. No. Son una pareja de Búfalos, están cerca, de perfil. Sus cabezas se han agachado para disminuir la violencia que los acompaña a veces, se detienen uno frente al otro. Acercan sus rostros. Probablemente se huelen. Me hacen sentir conectada a ellos, en medio de la calle, distanciada de los límites … Ahora soy una esencia de Platón, viendo sus imágenes no reales desde la proyección de la caverna, soy un fragmento de Magritte, incorporando elementos oníricos en aquello que se puede detallar… ¡Ya lo reconozco! ¡Es el Bestiario de Apollinaire!... Entonces, la computadora suena de nuevo. Otro click. Caigo del aire, paralizo mis sentidos. Vuelven los árboles, la calle sucia, las puertas inexactas y la pared rayada. Otro amigo de Erik añade un comentario obvio y simple a la brevedad de mi última cita: “Es la impronta del desgarre”.
La letra C
DESDE PEQUEÑA ME HA LLAMADO LA ATENCIÓN el juego de las palabras y las letras, en especial, cuando queremos crear una forma de identificarnos con ellas. Siempre partimos del nombre y, en mi caso, mi nombre y dos apellidos terminaron conectándose con el trío de las C. Me gustaba escribirlas como un CCC, e intentaba que las curvas se unieran en sus extremos para crear una identidad circular, donde la primera C de Claudia, abriera paso a la segunda C de Cavallin para finalmente llegar a la tercera C de Calanche. Luego de los giros, quedaba siempre extenuada, imaginando de dónde venían esas C, si de la herencia protagónica de una actriz adorada por mis padres, Claudia Cardinale, o de Las Colinas Euganeas del Veneto, volcánicas y submarinas, de donde emerge la lava basáltica alejándose de sus orígenes, como lo hizo mi familia italiana cuando decidió emigrar a Venezuela. Creciendo, la letra C siguió ampliando mi prospecto de pertenencia a un lugar, pues me mudé a Caracas y Comencé a vivir en Colinas de Bello Monte. Más allá de lo geográfico, a diario veía los pequeñísimos Colibríes, que no dejaron nunca de aletear, mientras se acercaban a las Cayenas que Constantemente florecían en mi pequeño espacio. Mientras más crecía mi percepción alfabética del mundo, más palabras se sumaban a mi lista de las C, algunas Cándidas, otras Complicadas, muchas de ellas Cuestionables. Y de pronto, vino un nuevo giro geográfico. Salí de Caracas y me mudé a la ciudad de Norman. Llegué y olvidé las reglas del juego, pues el alfabeto volvió a multiplicarse en dos idiomas, poblados de disyunciones que no eran un juego infantil. Y comencé a estudiar y a trabajar al mismo tiempo (ya llevo tres líneas escritas sin la C), y a buscar a mis hijos en la escuela, mientras asistía a las reuniones académicas. Los tiempos laborales se multiplicaron, los horarios infinitos parecían no detenerse nunca. Y luego, algo sucedió. Un dolor de Cabeza. Un desmayo. Un ingreso al tubo. Un diagnóstico de Cáncer Cerebral. Y así retorné a la letra de mi infancia que, al mismo tiempo, se bloqueaba en mi Cerebro, luego de perder una parte mi Consciencia en la Cirugía. Entonces, Cada Curva Cerebral Completamente Cercenada Colapsó. Y de nuevo, la tercera letra del alfabeto dejó de jugar. Estuve mucho tiempo en el hospital, asumí mis tratamientos químicos evitando cualquier debilidad del aislamiento, pues era necesario que siguiera trabajando para la manutención de mis hijos. Y pasaron meses, luego años. Y ya había olvidado el juego, incluso si lo hubiese logrado recordar, no tuve más tiempo para jugarlo. Asumí el retorno a la normalidad alfabéticamente común, sin la espera de lo inexplicable. Pero entonces, velozmente, algo sucedió. Una amenaza globalizada nos hizo regresar a todos a nuestro lugar más seguro y aislado: La Casa. El Coronavirus Censuró Cierta Capacidad Convivencial de Calles Cercanas. Ciertamente, Cada Centro Comercial, Como los Cines, Clausuraron. Cárcel Con Cuarentena. Cuarto Cerrado. Cuándo, Cómo Caeremos? Como Computadora Conectada, Cierro, Culmino Con Carencias. Casualmente, Cierta Confinada Conduce Como Cualquier Corajudo Caballo, Cerca, Curiosamente Cerca, Corriendo Comúnmente Cercenados.
En: Pasajeras. Antología del cautiverio. Editorial Lector Cómplice. 2020.
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