El páramo de Nueva York
El frío, la niebla, el sonido de los pasos al caminar deslizándose en el hielo al salir de un tren, para luego profundizar la vereda entre la nieve, abriendo orificios simétricos que tambalean entre la intensidad del viento. ¿Hacia dónde me dirijo? Hacia Bolívar, claro está, hacia la memoria de una plaza, de una estación, de un cartel, de una moneda; todos los elementos arraigados bajo el nombre de un hombre. Esta vez, una estatua en Nueva York, más arriba de las lagunas congeladas que reflejan a las altas torres de los edificios en invierno. Un Bolívar que se detiene en su caballo, que mira la intensidad de cuadras cercanas repletas de taxis amarillos. Un Simón que, desde años atrás, no había recibido tantos elogios y sentimientos de confianza, de solicitud de apoyo, de rebeldía bajo el grado cero de un entorno extranjero. Un grado de la escritura donde las palabras, como diría Barthes, se mueven ante los orígenes y la verdad. Aquella certeza ideológica de los académicos presentes cubre con una manta gruesa a los más débiles, a los niños que no han viajado nunca al país desde donde llegaron sus padres, a los curiosos que se asoman a preguntar por los tres colores de los globos, a los que siguen vendiendo bebidas y perros calientes en la esquina del parque, como en Las Mercedes o en Sabana Grande, pero en otro idioma, en medio de la temperatura más baja y volviendo a tejer un idealismo que aún resplandece bajo las sombras.
Hoy se tomarán decisiones, habrá una toma de posesión ilegal repleta de ausencias, inundada de desconfianza, si es que llega a darse. Leo, pregunto, detallo, vuelvo al periodismo de los minutos breves, a los gestos. Un día importante, en medio de tantas ciudades. Ya sin raíz alguna, con los orígenes en mi memoria, saturada por el deseo profundo de que Venezuela cambie, vuelvo a tomar nota de cada una de las huellas.
Meriendita videojuégica antes del 31 de diciembre
¿En qué consiste llegar al fin de año sin mayores recelos, bajo la felicidad y la certeza de poder cuadrar con los amigos, adelantar el tiempo para los mensajes europeos o seguir jugando una historia sin fin? Es esperar a que llegue la medianoche italiana en el atardecer de un país invernal, mediante uno de esos giros que me he acostumbrado a hacer, para comer las uvas, para pasar otra página de un libro.
La parte más sencilla, claro está, consiste en jugar el juego al revés. Ser los primeros en los husos horarios, celebrar con los europeos, pero en las calles de los Estados Unidos. En todo caso, he sido la italianita que llamaba a su padre desde sus raíces para decirle Buon anno! Antes de eso, previo a mi solaz descanso de mañana, ya he leído en el teléfono el último de los mensajes de mi padre, señalando con certeza que la música acompaña a las fiestas desde temprano. «Gracias por las bellas fotos del Steinway, se nota que es un instrumento de calidad y pudiste captar las monarquías que lo tienen como marca suplidora seleccionada». Sí, porque antes de cerrar un año con la última fotografía, enhebro las teclas, esas que no confrontan ningúna línea del tiempo. «Claro… eso lo oí… el tercer movimiento de la sonata Claro de Luna de Beethoven… sí… ¿Cómo estás?» Estoy, sí, aquí sigo. Usando mi dedo índice para viajar a los mensajes más antiguos. Pues, todavía no es mañana ¿no? Tampoco ha llegado la tardecita del fin de año, ni la celebración nocturna en el inglés compartido.
«Sonata, Moonlight, número 14». Es eso, la luz que no se detiene en el estiramiento geográfico. ¿Dónde habré dejado los instrumentos, en este quiebre entre países? «El acordeón lo tiene tu hermano, junto al saxofón. Aquí no hay electricidad, y los cortes son cada tres horas». Sigo moviendo los dedos, para ir más atrás en nuestra conversación textual. Otra Navidad, otro fin de año. Montana. Sí. «Ese estado montañoso dizque es lindo y frío…se parece a Los Andes. Qué corazón generoso. Cuanto me alegra por ella y el bien que representa para otros.» Por ella, sí. Recuerdo a Juliana trabajando en el campo. Justo dos mensajes más atrás, otras palabras de la memoria están incompletas, borradas, no leídas por él. Todo se justifica. «Quitaron una línea de 750 Mega Watts que suministraba electricidad a Zulia, Lara, Trujillo, Mérida, Táchira … la pasaron para Caracas por orden de un General», escribió mi padre. Más atrás, un Impromptu de Schubert (Sol bemol) – sólo un poquito-, y el estudio de Chopin, la armonía en el «Arpa Eólica» y un «¡Gracias por recordar mi música, Claudia!» Como si pudiese ser olvidada después de varios años, o cuando se vive en otro mundo donde ya no hubo presencia alguna, ni tampoco ausencia, porque sólo ha vivido entre mis manos, en el teléfono, en ese puentecito que me permite viajar hoy, antes del fin de año, a lo que era, al lugar en donde estuve, a todo aquello que se ha dejado atrás y que el año viejo se lleva en sus hombros.
Quizás debo volver a pensar en el ayer, pues mi padre ya murió y nunca pude despedirme. En el hoy. En el mañana que incluye una meriendita con videojuegos para poder ser esa chica que corre en las montañas, que monta a caballo, que tiene el cabello rojo en The Last of Us Part II. Para seguir buscando pistas, o imaginar diálogos luminosos que luego – estoy segura- no serán borrados de la serie televisiva que este jueguito ha inspirado. Sí, es difícil llegar a fin de año con más memoria que regalos, con más recuerdos que instrumentos electrónicos. Quizás la música, como lenguaje universal seguirá mudándose conmigo a todas partes. Quizás los mensajes de texto guardados de mi papá, me darán el abrazo de feliz año.
To be
Me animó un sueño, un juego de las palabras en el que traducía un verbo, una existencia, un «to be» mientras que una voz me trasladaba a las montañas, a las querencias, a los orígenes. Soplaba el viento dentro de mi habitación, entraba un aire sórdido, desde el desierto álgido que amenazaba las ventanas en Oklahoma. Una voz masculina, ¿un eco de mis orígenes, quizás?, me decía: «piense que sin usted yo no soy nadie, ya no soy especialista en estar sin nadie para poder ser». Era como un juego entre el ser y el estar que sacudía mi memoria, que me recordaba el habitar en un país donde la diferencia no se aplica, bajo los sentimientos profundos de querer unir las conjugaciones sin atajos.
Soñaba y también oía la música. Ese Hamlet, ese «to be or not to be», unido a las sombras que se derraman siempre en los recuerdos, que permanecían en como el olor de un cafecito, explicándolo todo, en un espacio que apenas dura minutos antes del amanecer, pero que funciona como vía extraordinaria para poder volver a ver a lo que la geografía o la existencia nos separa. Yo seguía escribiendo, sin detenerme, porque debía dejar algo allí, como cuando se tallan las piedras más antiguas, o se pintan las cuevas bajo toda oscuridad posible. ¿Qué escribía? No eran precisamente mis palabras, sino la conexión que lograba hacer con ellas. Soñaba que leía y traducía, que volvía a leer y reescribía lo que sentía en cada juego del lenguaje, en las líneas breves, en las frases fuertes. Tomaba notas, y más notas sobre los mensajes transitorios que estaban en mi teléfono celular, o en una pantalla que se inauguró con las fechas, las horas y los minutos. «Claudia, entiendo el inmenso peso semántico que está adquiriendo la identidad en otro país», «A veces se estira el tiempo para publicar un libro», «Los traductores conocen mejor el texto que un mismo autor» … y así soñaba y seguía escuchando, seguía escribiendo, sin borrar ni tachar absolutamente nada, sin querer despertar, delirando esa posibilidad abierta de seguir separando el To be. Porque ayer leí que Krina se nos fue y yo sé que el verbo ser no debe detenerse ahora. To be, to be. Krina va a estar siempre cercana. Escribo, escribo, escribo. Ya no hay ningún límite geográfico que nos separe. Pensé es ello y desperté.
Catorce almanaques, casi 15
Cada giro de las hojas hacia arriba antepone un sonido del crujido de papel que se rompe, se desgarra, se aprieta y se deja en la basura, por cuatro estaciones y doce meses. ¿Adónde se dirige esa memoria que ya no está escrita entre los pliegos, que se quiebra justamente en el otoño, cuando las hojas de los árboles también caen, como gotitas naranjas, sobre el fango y la agonía del presente? Vuelvo a mi rebeldía en el Caribe, a las costas donde viví un noviembre caliente por última vez, o a las montañas donde Jack se tuvo que esconder en los momentos más duros de su vida en Venezuela.
Nuestro primer encuentro fue inesperado, yo entraba curiosamente a las tiendas buscando objetos que no pensaba comprar y mirando la ansiedad de los vendedores ante el flujo cada vez más pequeño de quienes compraban lo inútil, lo costoso, lo absolutamente innecesario. Un gesto de soledad dejó claro que ese lugar era idéntico a su gemelo en las redes. Las www punto com, mostraban una tienda plana, con un océano de extensión y un milímetro de profundidad adquisitiva. Sus fotografías sugerían todas las vías del conseguir, del necesitar, del recomprar, mientras la usencia de todo gesto, sonido, u olfato, hacía que ese espacio no me animara más a seguir buscándolo. Pero no pude, volví a hacerlo, quizás por curiosidad, quizás por la soledad vacía que se reflejaba en aquel mundo. Fue en ese sitio donde coincidimos por primera vez.
Nunca entendí por qué Jack estaba también allí, lo que recuerdo es que nos quedamos mirándonos y, sin palabra alguna, pensábamos que ya habíamos pasado décadas unidos. Nos reconocimos, sin saber quiénes éramos o de dónde veníamos. Un pelo oscuro, una nariz puntiaguda, y un olor dulce hizo que Jack tomara la rienda al decirme con un gesto «vámonos de aquí». Sin duda alguna, y sabiendo ya que me iba a meter en problemas al hacer lo no debido, seguí sus pasos para escaparnos juntos. Al principio no me atreví a invitarlo a mi casa, y nuestro primer encuentro consistió en ir juntos a la fiesta de Camila, la hermosa hija de mi amigo Humberto, donde el curioso «no invitado» trató de ser agradable ante los niños, aunque no tuviese experiencia alguna con los pequeños seres, en medio de una celebración al aire libre. De allí salimos y permanecimos muchas horas en el auto, escuchando la música rock de la estación FM 92.9, y trasladándonos sin rumbo por las calles de Caracas. Caramelos de cianuro combinaba perfectamente con su mirada atrevida, mientras que Sentimiento muerto me llevaba a contar los días, los meses, el «hace algún tiempo que no te veo». Después de horas, me atreví a invitarlo a mi apartamento. Era ya de noche y sería sencillo entrar sin que nadie nos viera, ocultarnos en la habitación, permanecer allí, en silencio, hasta que el amanecer nos levantara con la clave necesaria para responder el «y ahora ¿qué hacemos?».
No debí hacerlo, quizás debimos haber huido juntos hace quince años atrás. Debimos atrevernos a salir de Caracas, a cruzar las fronteras, a migrar antes del dolor. Pero no fue así. El sentimiento compartido de aquella noche me alejó de mi pasado, de mi presente, de lo que iba a suceder y no supe cómo evadirlo. Un amor tan profundo no puede ocultarse, ni desviarse, ni borrarse, ni devolverse. Esas cuatro palabras fueron las órdenes de quien descubrió mi secreto, mi infidelidad ante los acuerdos previos, al llegar con Jack a mi cueva. Mi rebeldía me llevó a enfrentar la violencia más dura. Porque, sí, esa misma noche fui descubierta en mi propia casa. Jack terminó inaceptado, yo inacabada, y tuvimos que alejarnos. Una relación anterior impuso su dominio. A partir de allí, Jack y yo pasábamos los días sin vernos en los lugares cotidianos, en la cocina, en el comedor. En las noches, como un Romeo de Verona, entraba a mi espacio privado por la terraza, para pasar horas conmigo. En ese pequeño mundo, escuchábamos jazz o blues, a veces rock, bebíamos vino, nos aislábamos de la cotidianidad. Strange Fruit, de Billie Holiday, era su canción favorita. Mientras tanto, yo solía escribir en las tinieblas. Él me miraba, con curiosidad y con cautela. Un día le dije «Tú eres mi Cinderella», después de escuchar «One Headlight», de The Wallflowers, y en ese momento We can drive it home / With one headlight fueron mis razones. Años después tuvimos que alejarnos, mientras solucionaba otras situaciones laborales y familiares que me animaron, ¿me obligaron?, a dejar ese lugar que conocimos y compartimos juntos, donde la música y lo nocturno nos permitía viajar en la eterna primavera llamada Caracas.
Pero todo reencuentro impredecible siempre es posible. En otra ciudad, en otro país, en otro idioma, volvimos a vernos y, como nuevos noctámbulos, decidimos no separarnos nunca más, pues el destino se ocupa de coordinar algunas cosas que no se han borrado, a pesar de las distancias geográficas. Sólo estuvimos separados por cinco meses del almanaque. Sólo dejé de verlo en primavera, y no hubo ninguna luz o flor que destilara su presencia. Jack regresó en uno de los últimos vuelos Caracas/Houston, e hizo el resto del camino en carretera hasta llegar a Oklahoma. Al principio me costó reconocerlo. Había cambiado, envejecido, encanecido, entristecido. Mucho más delgado, por aquello de que ya no se podía comprar en el país la comida básica. Aun así, intentó recrear su agilidad en cada gesto, aunque le costara dolor y le llevara tiempo. Más allá de las ausencias, volvimos a estar juntos. Jack añoraba lo que cocinaba para él y nuestros paseos para subir el cerro «El Ávila» o «Waraira Repano», o como quisieran llamarle. En Oklahoma, retornaron las arepitas y las salidas al campo. En sólo semanas ya era bilingüe y se comunicaba fácilmente con los nuevos vecinos. En las noches, volvíamos siempre juntos a la música, a la escritura, a las copitas de vino. Y así pasaron años, muchos años. Juntos. Sin volver a separarnos.
Hoy, recordé «One Headlight»: So long ago, I don't remember when / That's when they say I lost my only friend. Jack estaba en esas letras y no lo había notado. Es duro perder una amistad tan profunda, es inmensa la soledad que se siente cuando ya no es la geografía lo que nos aleja. Vivimos juntos catorce años de diversos almanaques, casi quince. Superamos el calor intenso o el frío congelante con caricias, con abrazos. Compartimos las noches y los silencios, los días y las caminatas verdes. Jack murió, se ha ido y eso duele, mucho, muchísimo. Éramos el uno para el otro. Aunque viva ahora en mi memoria, no habrá ningún otro como él. Diría Neruda, «ahora él ya se fue con su pelaje/ su mala educación, su nariz fría»¿Qué era un perro? Eso no importa. Era él. Mi amigo nocturno. Mi compañero en los silencios. Mi Jack.
Terciopelo
He decidido no dejar de tocar nunca la suavidad añil de lo que llevo puesto, pues me recuerda una película de David Lynch, sobre la esencia de Isabella Rossellini, y una oreja que se asienta fuera de la cabeza, para ir directamente a la mente. La exquisitez del tacto en la oscuridad me permite siempre conseguir que ese azul se inhale entre los sueños. Cierro los ojos y recuerdo mi niñez, robando las películas piratas que mis padres escondían detrás de los libros para ver lo que se proyectaba en la oscuridad, sin comprender exactamente el por qué de cierta música, que se conectaba inmediatamente con los cuartos más oscuros. El terciopelo, sí, ese material de tela velluda donde los hilos se distribuyen uniformemente y se tejen, como se hacía en Firenze, o en Venezia, donde un velluto intenso cubría las zapatillas, los sillones, las piezas más íntimas de la ropa, es mi tela repleta de memoria, como el hilo de Ariadna.
A veces, crezco un poco, como la amiga de Casilda, quizás porque también vivo en las afueras de una ciudad, de la nada. Me visto de terciopelo porque se unta, se pega, se adhiere al cuerpo necesariamente. Silvina Ocampo me diría que es otra forma de viajar a Italia, pero también que es un ritual para ir a la cárcel, para cercenarse entre los tejidos, los dobleces y las mangas antes de morir. Pienso entonces, que la muerte no debería llegarme tan pronto, que antes de viajar necesito seguir tocando el placer entre los dedos de una tela absurda que se expande, que todo lo cubre. Porque, de ser así, el terciopelo costoso y exuberante, en ocasiones violento, me haría sentir como una femme fatale que se entreteje entre México, San Francisco, Nueva Orleáns. Un viaje aterciopelado, tupido, velloso. Mientras sigo extendiendo mis manos para tocarlo, frente a un televisor antiguo, un ruido de las puertas me cambia los colores, del azul al rojo, del rojo al negro, y me escondo como niña detrás de la pantalla.
Sí, el terciopelo es extraño. Es como el suntuoso terciopelo negro del atuendo de Dorian Gray, que me oculta en su retrato, que me impide envejecer, que me aleja de los males. Detrás de mí, obviamente, el tacto deshilacha las cuerdas de ataduras y la memoria de la que anhelo alejarme. Ya esa pantalla deja de ser un marco, un cuadro, un juego de líneas, para transformarse en el espejo de mis actos. Una longitud completa se encorva, con bordes orgánicos que simulan la ondulación de mi cabello. De mi tercio, de mi pelo. De aquella crineja que se desteje para recubrir todas las ausencias, la memoria de ese tocar que no se acaba, de las huellas imposibles de dejar en una tela tan profunda, tan suave, tan asfixiante.
Ántrax
Mirar Antráx. Hoy he despertado temprano, abriendo la misma puerta que, desde la ciudad de los más pobres, nos conecta con las leyendas de los grandes, reconocidos en el mundo, desde la ciencia, las artes, las matemáticas, y la literatura. Inmediatamente pienso en Cărtărescu, y busco retornar a uno de sus libros para evadir las razones que me impiden soñar con este día, hoy, mañana, el año próximo, al final de una línea que dibujo. Pienso, de manera sentimental, que ojalá tuviera el don de Marian OdeE para escribir esas letras que se entrelazan en el español, para pasar las barreras del inglés y nunca llegar tarde a los reflejos del rumano. Sí, porque hoy, quisiera conectarme con esas bellas extranjeras, en donde un simple «yo» nos termina conquistando, buscando siempre la desnudez de los cuerpos que aceptan las reglas que cierta beldad impone.
Mirar al frente. Ántrax, esas líneas que se inician con una voz ceremoniosa que propone una entrevista, para luego mudarnos a la época de la histeria. La histeria o historia, aquella Casa Blanca y los criminales del Pentágono, donde la muerte por Ántrax no fue para nada feliz, sino la asfixia de los cuerpos, algo que ya había sucedido en Bucarest y en otros espacios conectados, multiplicados, porque el Ántrax se inserta en los músculos y debilita los sueños, para transformarlos en dolorosas pesadillas que nos llevan a luchar contra la muerte, como si fuéramos opuestos a los pequeños peces con sobredosis de oxígeno, como si ya estuviéramos en las tumbas que nos cierran toda la capacidad de volver y despedirnos de aquellos con quienes nunca cerramos las puertas, pero que ahora están lejos, muy lejos, tan lejos como quienes habitan ese relato distante que tengo en mis manos. Leo Cărtărescu, lo menciono achicándome y me reduzco a subrayar la línea que une las diez letras.
Avanzar. Ántrax, de nuevo. Como avanzan los gerundios y los infinitos en cada página que leo. Como un segundo relato en clave humorística que aparece a veces entre las formas de lo que pienso y lo que se refleja en un libro. O en una página del libro. En una palabra. En un juego de letras. Quizás sea este curioso invierno precoz el que nos une. Estoy húmeda, como las de Bucarest. Me siento histéricamente histórica, como la época que narra Cărtărescu en la vida de un sobre que se abre, con un polvo que se inhala para morir. Un Ántrax que penetra la piel y causa estragos, dicen las líneas que se queman como ácido entre mis manos. Un Ántrax que sugiere borrar los dedos de un escritor, quien no quiere un ataúd lujoso, ni alfombras, ni banderas, sino una corona de juncos y unos cuantos luceros.
Me detengo. Un salto Antráx, con la palabra incorrecta, de nuevo, para regresar a mis orígenes. A mis deseos. A esa forma de leer que se aleja del miedo, que descarta las opiniones de otros que sugieren detenerme. Pensar un poco en mí, de vez en cuando. ¿Para qué? Para coger un trolebús que también me aleje de un silencio apesadumbrado. Para sentarme cerca de quién nunca antes lo ha estado, ni lo estará, y exigir un «mírame ahora» o un «aquí estoy». Para toquetear con cautela, como se hace en las páginas que leo, un plástico reluciente, una puerta por donde entrar, o las fotos de una revista. Sí. Todo lo que está allí, se va moviendo como esporas literarias, que penetran en la piel y se arraigan en los pulmones. Un acto de lectura que es como una herida abierta. Un polvo que flota, más allá del libro, para volver, siempre, a Cărtărescu.
Nocturna
Recuerdo cuando la electricidad la cortaban en Venezuela, por horas, por días. A mi padre tocando el piano a oscuras, sólo con la dinámica de los sonidos y el tacto. A mis hijos jugando a las adivinanzas, o a crear figuras en las paredes con las sombras de sus manos proyectadas desde la luz de una vela...
Los tornados le dan también un giro a mi memoria.
Noviembre, 2024, después de votar en los Estados Unidos y en las sombras de un refugio.
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Desde hace un año, el capítulo de un libro, que saldrá luego de la reescritura constante de cada palabra, me ha ayudado a comprender el por qué de algunos juegos que se unen al idioma universal de los números. Un sistema de conflicto, siempre los lleva atados en sus batallas y desenlaces, en una cuantitatividad alterna que regenera la repetición de la historia en ciertas generaciones que simulan un estado, más no reintegran el mismo contenido, pues todo sigue penduleando antes de llegar al final del documento.
Leo y Samuel Delany abre los ojos, aclara que «content» does not exist, y sus palabras reflejan la nubosidad profunda de su barba blanca. Un hombre que es consciente siempre de sus manos, las que modulan ciertas luces, pues en ellas something is contained. Es más, debajo de su brazo izquierdo, la oscuridad profundiza algunas líneas nocturnas en un tatuaje giratorio, móvil, que pareciera conectar su cuerpo con un objeto de ciencia ficción. ¿Es un objeto? Una figura que propone o recolecta objects, emotions, situations in his mind? Cuesta detallarlo, but I am trying to leave open the possibility that the change of single word in a novel may be important … o no. Cada fragmento de su escritura es cada vez más denso, más real, en el sentido que puede colocar a Heinlein mucho mejor que a Van Vogt, sólo para regresar a aquellas personalidades exhaustas, que multiplican los tonos de voz en cada sílaba y cuyas frecuencias pueden transformar gramaticalmente todo lo que se dice.
Y allí comienza la historia, como el juego de las palabras que se multiplican. Pasar de The a The red, para llegar al The red sun, que luego se transforma en The red sun is – a suden sense of intimacy-, que pasa a The red sun is high, sube a The red sun is high, the y nos encandila con The red sun is high, the blue, para detenerse en The red sun is high, the blue low. Sí, estamos navegando en un universo léxico que construye una imagen luminosa. Aventuras de ficción, mundos paralelos, esa ciencia que no es del todo ajena, pero que no ha ocurrido nunca. For the reader it is dull as dull could be, aunque seguimos jugando, para mudarnos a The Romance of Leonardo da Vinci y volver a naturalistics fiction, reportaje, fantasy.
Events that have not happened are very different from the fictional events that could have happened, or the fantastic events that could not have happened. Sí, debe ser cierto. De allí viene la tensa textura de la existencia. El nivel subjuntivo de la ficción naturalista, meaningless. Como el juego de palabras, como la combinación de idiomas que me ayudan a trasladar lo que escribo, mientras Delany me llama a examinar what happens between the following two words: winged dog.
This is the stuff of mysticism in Nueva York.
La réplica y la reproducción de mi existencia
Dos días antes:
Algunas veces, me cuesta mantener la calma cuando apenas faltan 48 horas para cambiar la vida. Desde muy pequeña, siempre ha sido así. Ya mi fecha natal era un momento impertinente, pues haber nacido un catorce de septiembre, 24 horas antes del 15, significaba que sería siempre un día antes de empezar las clases en la escuela. El primer día, claro está, lo usaban las maestras para organizarlo todo y, en mi caso, las monjas para ir ordenando alfabéticamente los pecados por los cuales luego nos moverían en diferentes filas dependiendo de las faltas. Yo, claro está, siempre estuve en la fila de las jugadoras de la Ouija. Duplicadas ya las horas, un bellísimo 16 iniciábamos las clases y pasábamos de ser la niñez más libre del pueblo, a los pequeños cuerpos cerrados con uniformes, del mismo color, bajo las mismas reglas, que marcaban el profundo tránsito entre un ayer, un ahora y un futuro después de una dualidad calendárica.
Si, dos noches, dos madrugadas estresantes, porque así sucede, a menudo en los llamados fines de semana. Ese número de minutos que multiplica la existencia en cada uno de los calendarios pareciera estar atado a mí desde mis primeros cambios. Cuando salí de Venezuela, lo último que hice fue votar en unas elecciones que ocurrieron dos días antes de montarme en el avión. Con un dedito pintado de azul, que demostraba que también un voto viajaba conmigo, permanecí entre el péndulo de dos viajes para llegar por primera vez, a estudiar y trabajar en los Estados Unidos. Siempre con mis dos hijos, claro está, y con el deseo de que los dos primeros meses del invierno me permitieran seguir adaptándome al frío, lo suficiente para ser profesora de dos Universidades: una en inglés y otra en español. Con dos idiomas, en esos días que ya son mucho más que dos momentos de la vida, ese curioso número dos se activa de nuevo.
Dentro de dos días tengo la entrevista oficial para ser ciudadana del inmenso país donde he trabajado ya en dos universidades estatales. En los dos atardeceres próximos, intentaré calmarme volviendo a las palabras, a los juegos lingüísticos, a los momentos con los que sueño compartir los dos mundos que habitan en mi mente para proceder a la mudanza de un tercero. Dos, dualidad, duplicación. Dos, due, two. Dos, la réplica y la reproducción de mi existencia. Dos, la contraparte de lo que justamente soy ahora.
Una entrevista viene dentro de dos días y, al salir de ella, trataré de colocar los resultados en esta nota breve que escribo sobre dos servilletas cercanas a la mesa, el lugar de los olores y los afectos, donde la dualidad de lo que siento pareciera tener la dos-is suficiente para calmar mis esta-dos en según-dos.
Hoy:
Hace dos días, pensé mucho en la dualidad del existir. Acabo de terminar una conversación dinámica y curiosa, con firmeza en las respuestas, repleta de la felicidad simple de las palabras correctas, mi general provision. Soy ciudadana de los Estados Unidos. Ahora, esperaré dos semanas para la ceremonia. ♡
Just Like Heaven
10, 11, 12, y 13. Trece, una vez más, mi número favorito. Esa dualidad impar de un hombre vertical frente al las curvas de la mitad del cuerpo de una mujer. Trece. Dos piezas están juntas, pero no unidas. Un espacio blanco que las separa borra la mitad de los giros del segundo número, que también pudiera ser una cinta de Moebius, o un número ocho, donde el infinito de Escher jamás se detiene, mientras las hormigas siguen caminando sobre ambas caras … A Möbius strip band, que ya empieza a hacer girar las palabras en mi cabeza. El juego de las palabras, un acto de felonía a mi idioma natal, también lo he heredado de mi padre. Pero, esta vez, una movilidad frágil, elemental como el juego de los números, se inicia con una imagen que no lleva palabra alguna. Sólo la música, el cuerpo, el rostro, la barba encanecida de un actor de cine que ahora mueve sus manos con la rapidez de las cuerdas que se aferran al bajo. The Most Desirable Male Award, el John Wick vestido siempre de negro y con zapatos café en los conciertos, permanece 13 minutos en la cámara de mi teléfono, iluminado por los colores cálidos y diluidos del escenario, debajo de la oscuridad de la noche.
Tellurium, Te, 52. Paso a otro número, otra canción, otros minutos heredados que ahora están en mi pantalla. 52 segundos de video, que podrían ser 52 años de una vida, de un cumpleaños cercano que se atraviesa, que define el lugar en donde estamos ahora. An untouchable number, since it is never the sum of proper divisors of any number, and it is a noncototient since it is not equal to x − φ(x) for any x. A vertically symmetrical number. Allí residen, en el mismo septiembre, el cumpleaños del bajista y el mío; dos universos paralelos que no volverán a estar nuevamente unidos en el futuro. Y sí. El concierto ha sido mi regalo de cumpleaños inesperado, de un hombre a quien le llevo un número 13. Vuelvo a las matemáticas. Ahora entiendo, bajo el sonido de las palabras que se diluyen más cerca del escenario, que 52 y 13 están unidos por una razón, son el 5-2=3, el opuesto reflejo en el espejo del 3-1=2, que llegará pronto al 1-1=0. The absence of all magnitude or quantity, un único e invisible juego zero. Me detengo. El grado cero del pensamiento.
Giro, me acerco, allí. This phenomenological role for zero in representing nothingness is backed up for ...la no existencia. O la existencia en el vacío de una canción que se repite, que me permite retornar a mis orígenes y al juego de los números. Sí, The Cure. Decimales infinitos no periódicos, irracionales. Musicales. You /Soft and only /You /Lost and lonely/ You/ Strange as angels/ Dancing in the deepest oceans / Twisting in the water / You're just like a dream / Just like a dream… Números, números, más números y la necesidad perpetua de acercarme navegando en mis sueños. Recuerdo ahora que nunca aprendí a estar sentada en un concierto, ni siquiera en los espacios más formales. Recupero mi esencia de otros lugares repletos de fractales idiomáticos, culturales, anhelados, imposibles. Sueño de nuevo con ese espacio donde algunos números nunca se detienen. Imagino que el 52 y el 13, esta vez, están juntos por alguna razón. Dogstar is back on the road. Me escapo, miento, pido permiso sin mirar a los ojos de nadie, para llegar al punto donde el bajista teje las cuerdas ya afinadas. Logro llegar allí, cerca de la tarima, donde la mirada se expande en los detalles al observar la cantidad de gotas π que se deslizan en su rostro, el olor de cada uno de los cristales en su cuerpo, la asimetría de las sirgas móviles tejidas entre la dualidad de su cuerpo tímido, que no quiere ser vocalista, que permanece concentrado, mirando sus manos, estirando sus dedos, mientras yo sueño que Neo voltea a mirarme, que viajamos inconscientemente a Matrix, luego de tomarnos esa pastillita juntos. If you take the blue pill... the story ends, you wake up in your bed and believe whatever you want to believe. Y sí. Cierro los ojos. Las palabras se repiten en mi memoria, esta vez en las voces de su otro cuerpo, balanceadas entre dos números, manejadas por el principio de indeterminación de Keanu Reeves.
Israel
¿Qué es lo que lleva un nombre en sus cinco letras? Pienso en David y mi cabeza se inicia con las piedras que suben cualquier esfera hasta llegar al ojo de Goliat. Desde un triángulo de los años, similares a la letra Y que en su tope tiene las dos líneas que simulan una tercera en las manos de David, lanzo una piedra tratando de sustentar las curvas de los videojuegos, para que sólo se adhiera a ese ojo. Un ojo que mira sin la tercera dimensión de las dualidades, un ojo gigante que se mantiene por encima de cualquier brevedad de los espacios.
Allí estoy, David frente a Goliat, con un arma artesanal en mis manos, con un ligamento que se estira hacia el pasado para que luego la pequeña roca se lance hacia el futuro, y quiebre esa mirada, cierre un único párpado y lo convierta en la nada. Una honda que lanza las piedras que han construido mi pequeño mundo virtual. Desde hace tres años, los jueves me reúno con David en la computadora. Es como un jueves Santo, donde se intercambian las ideas y se entretejen las experiencias, para luego pasar a los estudios, a las becas de trabajo, a los concursos académicos. Cerrar las imágenes en la clave de Zoom, es como cerrar los ojos para reconstruir un nuevo mundo, repleto de deberes, carente de toda ausencia que no sea la de la inspiración. Sí, porque, a veces, escribir requiere un sentimiento que nunca se comparte, que solo existe en solitario, y que se extiende a las dos manos que teclean cada una de las letras de manera uniforme, como esos dedos que estiraron la liga de una resortera, para lanzar la primera piedra. Otras veces, se anima en compañía.
Pienso, escribo, me detengo. Vuelvo a pensar. Los minutos pasan y los ojos de esta computadora aun no se abren, solo algunos silencios se escuchan. Escribir tiene también una estructura musical, variada, en ocasiones intensa. ¿Cuánto tiempo podríamos permanecer escribiendo si no existiera la hora única de las reuniones en Zoom? Muchas, quizás tantas como las que creamos en la mitología. Como en las de los relatos donde los gigantes se enfrentan a los más pequeños. Pienso de nuevo al mirar un nuevo rostro, esta vez el de un valiente guerrero que emprende una mirada repleta de preguntas. Mientras las respondo, otras surgen en mi mente ¿Qué inspiró en David y Goliat la fuerza de ambos cuerpos que comparten un mismo espacio? ¿Cuál es la forma mitológica más simple que se repite en mis historias? Pienso en Caravaggio, en el arte, en una cabeza detenida como símbolo de justicia. Vuelvo a pensar en la figura de los hombres inmensos, y en la dimensión ausente de toda visión tridimensional que nos concede el tener solo un ojo en la frente. Un ojo que puede estar abierto, cerrado, encandilado, lloroso. Un solo y único ojo. Una sola visión del arriba hacia abajo. Ese lugar donde ahora me encuentro, pequeñita, apedreando una mirada que no he logrado comprender. Decido lanzarlas. Las retiro de mi bolso. Cinco piedras. Un pentágono de palabras. Cada una se mueve hasta llegar a las seis letras de Israel: Fe, Confianza, Coraje, Obediencia y Alabanza. Inmediatamente, Zoom me lleva de una pantalla a otra, de un grupo de David al universo del Don.
Porque Goliat ya me conoce, desde hace mucho tiempo, desde el triángulo equilátero de los tres años. Ese triángulo virtual, que me permitirá seguir siempre lanzando pequeñas piedritas hacia arriba, para que luego caigan, como sólidas gotas de lluvia que enmudecen lo que no he vivido aún. Hoy, al vernos en la pantalla, las dos letras “D” de mis amigos me permiten recordar que el tiempo seguirá existiendo en los mundos y mapas diversos, que la identidad solo se reconstruye en los momentos y espacios que habitamos. Ya nos alejamos de las tribus y nos acercamos a un reino. Dejamos de ser jueces, abrimos un relato continuo, quebramos todas las franjas, vamos más allá del Egeo, del Nilo, de la sentencia injusta de los faraones, para reunirnos en un equilibrio temporal perfecto, David, Donald y yo, a través del Zoom.
DIGOPALABRAS. CUENTOS DE CLAUDIA CAVALLIN (VENEZUELA)
Estación Central
Vivaldi, Vivaldi, cuatro estaciones se mueven dilatando las notas para que no me detenga. Desde hace unos días, me cuesta concentrarme sin escuchar la música, pues la primavera dejó de serlo y el verano derrite las notas. Es difícil notar las ausencias, cuando decenas de personas empujan sus cuerpos para pasar rápidamente la barra de la estación del tren. Cuerpos adheridos, unidos unos a otros, aglutinados por el sudor, intentan detenerse, estacionarse rápidamente, como los autos que dejaron en las líneas que dividen la entrada de la salida frente a los vagones. Ya es de noche, y en la espera de la Estación Central, me detengo. Subo la mirada, muevo mis ojos, observo. Mientras en Mercurio los cambios de estación son imperceptibles, recuerdo que en Urano y Neptuno son tan largos que los giros multiplicables de sus órbitas no entran en nuestros años terrenales. Por supuesto, mi estado estacionario no solo depende del tumulto nocturno, o de las ausencias de los espacios del anticuerpo. Va más allá. Desde hace meses, probablemente un año, la proteína producida por mi sistema inmunitario ha dejado de detectar los antígenos. Puede que haya sido una línea tenue aferrada a aquella prueba rápida que me hice estacionado en la larga línea de los exámenes gratuitos. O quizás los antígenos se han mudado al otoño, y caerán pronto para volver a ser renovados el año entrante, sin mayores daños que los que la paciencia otorga.
Quizás el volver a nacer tiene que ver con aquello que otros llaman resurrección, luego de haber pasado por los latigazos y las meditaciones del Vía Crucis. Catorce estaciones llevan al sepulcro, nueve estaciones aparecen después de la cruz, en el mundo externo que habitamos, y desde el cual miro el ciclo nocturno en este momento, existen otras cinco estaciones restantes que discurren en el interior del Santo Sepulcro. Bajo la mirada y dejo de pensar en ello. No tiene mucho sentido colocar las estaciones planetarias cerca de la de los sacrificios corpóreos. Sigue llegando gente y ya ahora las líneas de la Estación Central se sienten calurosas y repletas de olores diversos. Es extraño que el olfato se agudice más que otros sentidos cuando estamos en una zona tan compartida. Puede que sea un mecanismo de defensa, ante otros signos corporales que podrían molestar o intimidar a los más sensatos. Deberíamos tener más activo el oído, pienso, porque las estaciones de radio podrían defendernos rápidamente con alertas, como en el programa de Orson Welles. Alertas falsas, claro está, pero que pueden estacionar la visión del mundo en un lugar de guerra donde, de nuevo, en el otoño, algo se estaciona, como aquel 30 de octubre de 1938. Curioso, ciertamente curioso. Hoy es 30 de octubre, pero de un siglo diferente. ¿Volvemos a tener una Guerra de dos Mundos? No una sino varias, quizás muchas. Me empujan, se adhieren a mi cuerpo los que siempre arriban tarde. Sudado, debería pensar en otra cosa, algo más simple, alejado de la historia o la literatura. Abro los ojos y volteo la mirada hacia las tiendas ya cerradas. Una de ellas llama profundamente mi atención. Otro sentido se activa, esta vez el gusto. Es un bazar repleto de quesos semicurados que se exhiben en la vitrina. Puede que hayan estado allí por tres meses o, quizás, más tiempo. Uno de ellos, un queso estacionado cuyo contenido acuoso se ha reducido, hace latir mi paladar.
Latencia latente, semicurada, tierna y fresca. Noto que el tren no llega aun, que la fila de pasajeros expectantes está cada vez más repleta, y que mi sentido que se activó es el más líquido. Recuerdo ahora la canción «Estación del Gusto del Mixteco», y el breve corpus de la lengua resuena en mi cabeza. La banda, esa que sonaba antes de dejar mi auto estacionado, mucho antes de bajarme en esta estación de tren. «Órgano musical del invasores» ¡Nakumichindo!, ¡Buen día! Mixteco, «me gusta tener a dos...» ¿Dos qué? ¿Dos estaciones más? Sí, dos estaciones más y el tren va a arribar a tiempo. El «pueblo de la lluvia» transfiere mi paladar a los oídos ¿dos sentidos? ¿dos de cinco? Ya he mencionado tres, ¿o cuatro? Sí, he mencionado cuatro de los cinco sentidos, queda sólo uno, en el quinquenio sensorial que se estaciona en mi mente, el más especial, el tacto, ¿Cómo estacionarme en el tacto? ¿Cuántas paradas debo pasar para sentirlo, más allá de las figuras, los olores, los sonidos, los sabores? Ah, la estación del tacto, esa, la única que anhelo en este momento. Mi estación central, sigue lloviendo, cada vez más fuerte, lluvia politeísta, muchas personas me aprietan, me asfixian, me mueven sobre la línea amarilla. Impalpable, estacionado. Debo volver al mundo táctil, debo hacer uso del más amplio sentido de mi cuerpo. Un universo háptico me espera. Decido, salto. He llegado. Última estación.
Ukraine
Måneskin, Måneskin … son las palabras que siguen girando en mi cabeza después de que los colores en mis ojos pasaran el azul, para transformarse en un denso rojo que une las lágrimas con pequeños coagúlos que permiten cerrarlos, esta vez, con costuras enhebradas de cicatrices. ¿Por qué terminaba allí, después de todo? Si alguien me hubiese advertido lo que vendría, puede que mi deseo de volver, de ese eterno retorno nietzscheano que siempre acompañaba mis viajes, se hubiese detenido. Pero no fue así. Al contrario, mi perfecta capacidad de regresar a los orígenes impresos en mi pasaporte me animó a tomar esta vía alterna y musical, donde la memoria se reconstruye a través de ciertos cuerpos seductores y naturales que ahora detallo por última vez, cerca del rock, de las drogas, del alcohol. ¿Por qué quise llegar tan lejos? Sigue siendo otra de las preguntas que no he logrado borrar y que se diluye con mi saliva, al caer de la tarima. Puede que haya sido mi intención de recordar las inocentes escapadas que hice desde niña, en la ciudad distante donde crecí, sobre el quiebre del borde entre dos países, dos culturas, dos raíces rizomáticas que se conectaban y multiplicaban, pero solo por debajo de los puentes, en la densa oscuridad nocturna. Sí, pudo haber sido ese deseo necesario de recuperar la memoria ancestral, de regresar al ajeno cigoñal de aquella geografía ahora disuelta. Pero yo ¿una mujer disoluta en otro país? Y de ser así ¿por qué en el idioma heredado y no el que había logrado reconstruir junto a las frágiles paredes de una residencia en los Estados Unidos? Quizás, la memoria tiene ese talento que otros no destacan, o esa inquietud que muchos no detienen, y así se originó todo, bajo el principio de una ausencia secreta, en la Universidad donde trabajo, para llegar a lo que logro degustar ahora, cuando corro la lengua entre mis labios rojos, extremadamente rojos, repleta de sangre, sí, esa referencia política rossa que ha unido siempre a mis generaciones anteriores. You’re so dark but you’re paint it red … mis oídos siguen escuchando esta canción, cada vez más distante. Las voces enmudecen y, al mismo tiempo, se repiten. Construyen un eco que redunda en cada pregunta, una y mil veces … How are you sleeping at night?, How do you close both your eyes?, Living with all of those lives on your hands? … así, un palimpsesto entre mis manos, en mis ojos, dentro de lo que alguna vez fue un sueño. Pero ya no lo es. O si llegara a serlo, se adelanta la incapacidad de despertar mi mente. En la simplicidad de lo corpóreo ¿seguiré sintiendo este dolor profundo? Como no puedo volver a taparlas, mis córneas comienzan a empañarse como pequeñas ventanas bajo una tormenta de polvo. Entonces, recuerdo también la arena, el mar, y aquello que alguna vez me hizo llorar cuando intenté aprender a nadar sumergida bajo las olas más altas, aquellas que terminaron perforando la escoria con la flecha de mi cuerpo. Sí, allí los ojos eran desiertos sin clausura, nubes de polvo salado, que ardían, que se quemaban a sí mismos. Standing alone on the Hill, Using your fuel to kill… La canción no ha terminado, pero ya comienzan a caminar sobre mí otros recuerdos, bajo el peso de las piernas y los músculos de espectadores que no han notado mi presencia, tirada en el suelo, inferior a las pisadas y saltos que se entonan cada vez más fuerte. Tampoco han notado mi ausencia. O mi silencio, después de todo, ¿Por qué tendrían que hacerlo? Quizás, ya existe un final más arriba, el del espectáculo que quiebra mi identidad, y decido intentar, así sea por última vez, volver a mover mis manos para llegar a mi cuello roto y apretar con fuerzas ese escapulario de la Virgen de la Consolación de Táriba o de Santa Augusta de Treviso. Pero ya no puedo tocarlo. Ariadna, destejida. Serpientes de Basilisco. Ya todo se detiene, nada existe. How are you sleeping at night? How do you close both your eyes? Living with all of those lives on your hands?… No, no y no. No puedo percibir nada cercano mientras el trayecto de la música se mantiene hasta el minuto último de mi despedida. Primero se detiene el tacto, y mi piel recobra la fortaleza de la tierra. La mirada empañada, convierte el vapor de humo del concierto en ese hielo que cristaliza todo lo que alguna vez vi. Ya no puedo contemplar nada más. La noche ingresa y registra la ausencia de los colores en mis ojos. Tampoco puedo volver a degustar el sabor amargo de la sangre seca, que pasa del rojo al violeta, de la modernidad líquida al coagulo ancestral. Inhalo un último paso, las notas heavy, metálicas, de una canción que ya se aleja. Me despido, me quiebro, me retiro. Como en la antigua Grecia, lo hago para purificar mi alma, para llegar más rápido a mi destino próximo, donde las llamas se acercan. Arribo a mi final, a mi acto crematorio necesario, a mi infierno de Dante. En medio del fuego, y del escenario circular de mis propias ruinas, emprendo mi postrimero viaje, mientras Måneskin sella este último ticket diciendo Wе’re gonna dance on gasoline.
El infinito saber del cómo
La verdad es que no he dormido bien estas últimas noches. Desde tan lejos y sin poder votar, he multiplicado el contacto con mis amigos, con los periodistas que nos graduamos juntos en la Universidad de Los Andes, en el Estado Táchira, para darle buen uso a mi insomnio. Aunque ellos han tenido furiosos cortes de luz y cierres de las páginas donde se comparten las noticias, su trabajo no se ha detenido. El mío, que ha sido el de crear un puente distante para que volvamos a compartir esas antiguas salas de redacción, no ha sido en vano. Es cierto, es doloroso estar tan lejos, pero quizás el dolor siempre anima a seguir buscando una esperanza para combatirlo. Como estudiante de periodismo, tuve que cubrir las noticias de sucesos que siempre hielan la sangre. Como profesora de periodismo cultural y, al mismo tiempo, como madre soltera embarazada de varios meses, tuve que permanecer encerrada en un aula, después de que nos encadenaran las puertas del edificio donde dictaba mis cursos como mecanismo de protesta. Recuerdo que, a través de los pequeños orificios horizontales de las ventanas, los estudiantes me pasaban hielo para que aprendiera a esperar con calma, sin deshidratarme, hasta que nos permitieran salir. Y así todo, muchas veces, por las razones políticas que se fueron conectando con la rebeldía de los espacios compartidos, nos formamos muchos en Venezuela, en sus lugares comunes, en los sitios de encuentro como las plazas, las calles, las avenidas, esos amplísimos no-lugares de Augé que permitieron muchas veces multiplicar los cuerpos, los rostros, bajo una identidad colectiva. Años después, en Caracas, las marchas inmensas me enseñaron las reglas de cómo sobrevivir en ellas. En la Universidad Simón Bolívar, aprendí también a cómo animar a los estudiantes a través del cine, mientras un número cada vez mayor asistía a mis clases sin desayuno.
Y hoy, desde tan lejos, desde una geografía ajena a los lugares montañosos donde nací, crecí, viví, y trabajé, he vuelto a sentir lo que nunca se abandona en Venezuela. He aprendido, una vez más, la teoría del «cómo». El cómo hacer lo que nadie espera. El cómo trasladar mi anhelo de madrugar para salir a votar a otras ciudades en los mapas. El cómo sentir, a través de todo lo que me reporta el grupo de periodistas al que todavía pertenezco, lo que allí hoy se lleva adentro. Décadas después de haber compartido nuestras notas en «La ciudad de la cordialidad», Jorge, Wendy, Alfredo, Liropeya, Mayte, Johana, Jenniferth, Tibisay, Verónica, Lissette… volvieron a responder el «cómo». Cómo votar. Cómo esperar. Cómo cuidar las urnas. Cómo reclamar un voto. Cómo justificar un verdadero triunfo. Cómo salir a la calle, pacíficamente, a defender la honestidad de un pueblo. Pero, más allá de esta palabra, hubo otra forma de transmitir aquello que sucedía y que quienes habitan otros países quizás no conocían tanto como nosotros. ¿Cómo nos encontramos? Una imagen, una fotografía intensa en sus contrastes y colores, salió publicada en las páginas de las redes sociales. Llevaba sólo un nombre, «Táchira» y, más allá del horario, las letras que titulaban esa madrugada estaban iluminadas por una idea premonitoria: «Así se encuentra la estación de Seboruco». El «cómo» anterior estaba también allí, entre las luces que rompen las sombras, como un adverbio poblado por la multitud de votantes a la espera de un cambio. Un «cómo» que sobrevive entre las casas que frecuentemente pierden el suministro eléctrico, aunque, esta vez, no temen a la obscuridad. Un «cómo» cercano a un graffiti desgastado, casi borrado, donde las palabras «Lenin» y «cambio» asumen ya sus quiebres. Un «cómo»“cuya respuesta ya está en múltiples lugares, colores y nombres. Como diría Barthes, esa fotografía reproduce al infinito lo que ha tenido ya lugar alguna vez. Como diría Balle, lo que mis amigos reportan, con apenas minutos de diferencia, ha sido la multiplicidad de respuestas a la interrogante del cómo podríamos salir adelante. Como dirán en un futuro todos los que han leído lo que hoy ocurre, estemos donde estemos, dando giros colectivos, unidos, de manera valiente e histórica, una sabia respuesta de la palabra «cómo» fue la manera justa de cambiar a Venezuela.
Norman, Oklahoma, EEUU.
Conversaciones memorables 5
Desde que salí de Venezuela, y como descendiente de la migración italiana que allí vivió, siempre me he mudado llevando, en el equipaje de la memoria, las palabras que habitaban en los libros de papel que nunca cruzaron las fronteras. He trabajado en cinco universidades, tres países, dos idiomas, y todo pareciera conectarme siempre con el espacio común de las nuevas generaciones, aquellas que desean aprender sobre lo que sucede actualmente o predecir lo que vendrá. No obstante, para mí, la conversación más valiosa es la que me permite volver a mis raíces, más allá de toda geografía. Con Victoria de Stefano pude hablar siempre desde la distancia. Nos unimos a través de la escritura. Me contó sobre su Rimini natal, que su madre era de Parma, su padre del Sur —un pequeño pueblo llamado Padula—, y que se conocieron paseando en la Plaza San Marco. Narraba, con detalle, la experiencia de sus padres cuando ambos vivieron en Venecia. En ocasiones nos mudábamos a sus sentimientos del día a día, “me leen los lectores más jóvenes”, o “acuérdate de la frase de Lezama Lima… viajero inmóvil… siempre se puede viajar leyendo”. A veces se despedía de mí con “te saludo, tengo que preparar el almuerzo” y desde tan lejos compartimos algunas recetas culinarias. Uniendo el sabor y las palabras, me contó que “Salvador Garmendia, que era madrugador y muy trabajador, a eso de las once bajaba a la cocina a tocar las ollas para palpar un poco de realidad”. Cada vez que vuelvo a leerla, cada vez que viajo —así sea a través de los recuerdos—, cada vez que cocino —que es uno de mis pequeños vicios—, converso en mi memoria con Victoria de Stefano.
Con el sol de los venados
Hoy son las elecciones presidenciales en mi país natal, Venezuela, al que mi cuerpo no ha podido retornar desde hace ocho años. Sólo esa entidad, porque mi mente, mis palabras, mi forma de compartir lo que todos queremos leer, mi memoria que se une a la memoria colectiva, nunca se fue. Todo lo anterior ha logrado permanecer allí al escribir, de múltiples formas y en diversos espacios, lo que nos une, como si fueran puentes entre los diarios y las revistas, o tarjetas de embarque para los barcos letrados que partieron desde varios puertos en mis clases. Desde todos los países, entre ambos espacios – el periodismo y la literatura-, hay un lugar del que no he querido alejarme nunca, aunque haya pasado ya por cinco universidades valiosas, dos como estudiante/docente y tres como profesora. Porque así se mueve el mundo y las palabras. Nunca hay un único Lugar común, existe una dualidad léxica que siempre nos recuerda el espacio geográfico compartido, estemos donde estemos. Más allá de las líneas, Venezuela vive conmigo en un pequeño mundo repleto de libros.
Porque las librerías y las bibliotecas nos unen como puentes, aunque cada vez que entremos a una de ellas nos llueva la nostalgia de los espacios más abiertos, de las plazas repletas de aquellos toldos en las ferias que podían humedecerse y secarse más rápido que las imprentas. Pero, hay algo más. Hoy quise regresar a Venezuela, como siempre, como nunca, como periodista, como madre, como profesora, como alumna, como amiga, como la que está repleta de libros venezolanos, y no pude. Traté de hacerlo a través de las redes, ese mundo virtual que comparto y que nunca ha sido ajeno. Allí no estaban los recuerdos personales, o los anhelos distantes que tuve desde niña. Tampoco habitan las personas que dejé y que no volveré a ver, porque ya no viven en mi país de origen. Entonces, me dejé llevar por lo que he hecho en los últimos años. Hay un sitio, uno solo, único, lejano, abierto, natural y repleto de árboles, que me permite viajar en el tiempo, o ingresar a un túnel que conecta, inmediatamente, los territorios aislados en un mapa. Sí, existe, y lo descubrí hace años con la pandemia. Es un lugar solitario, donde se escuchan las aguas del río Torbes, donde las mariposas y los turpiales llegan rápido a insertarse entre las flores. Donde hay chicharras. Donde los árboles se mueven al compás del sol de los venados, esa especie animal, ingenua y veloz, que se ha transformado en mi único ticket para regresar. Mi querencia es el monte, mi refugio vive allí.
Hoy, día de las elecciones que por años no hemos tenido, calenté la ausencia de mi voto con la esperanza de que ese sol ilumine el amanecer de una nueva Venezuela.
Colombia
Que la autopista está colapsada, que no van a dejar entrar a los que no tengan los boletos en sus celulares, que vale la pena llegar temprano y dejar el auto en el hotel, caminar luego y tomar un bus, que no importa si tienes el número de las sillas, siempre habrá alguien que desea bajar de las que están más altas; no bebas, no fumes, no colapses dentro del estadio. Recuerda que lo primero que perderás serás la voz, ante los mil millones de gritos, que tus últimas palabras ya no tendrán eco y desentonarán en medio de una celebración con lluvia de cerveza. Ah, no olvides que las olas, sí, ajenas a la historia personal de la película Die Welle, animan, no reprimen. Los movimientos de cuerpos que se levantan y brazos que se extienden para trasladar el oleaje de las aguas del Caribe al mar de fondo del NRG Stadium, consiguen conectar a todos con la entonación de los colores de la ropa, ese amarillo incandescente que se opone al negro, al blanco, a los extremos de la paleta.
Comienza la cuenta regresiva, el sonido de las trompetas, los alaridos del fanatismo, y los números que bajan en la pantalla gigante -que, frente a mí, se atreven a detenerlo todo, ante la movilidad absurda de un principio de indeterminación- parecieran encontrar el múltiplo más cercano del número grande, para crear la diferencia con todos los números restantes que palpitamos en cada línea de las bancas. Y, para variar, ajena a las chaquetas de Fidel Castro, Adidas nos une con la trilogía de las rayas inclinadas que se llevan en el pecho, más arriba del corazón. Todavía no sabemos que llegaremos a las finales, ni que en un futuro no muy lejano se jugará un extra tiempo, ni que luego esta marca de ropa decidirá, antes de los Juegos Olímpicos en París, cancelar una campaña de Bella Hadid por su apoyo a Palestina. Nada de esto existe aún. Sólo el primer tiempo, ese instante donde la movilidad se expande de un lado al otro, de una arquería a su reflejo en el otro bando, entre las redes opuestas, como un péndulo de Foucault que demuestra la rotación de la tierra, para que cada minuto oscile en cualquier plano vertical, chute fuerte, meta un gol.
“La Copa América va a vender las entradas en rebaja”, me animó meses antes a predecir que el evento finalmente llegaría a nosotros, los que luego migramos sin llegar a la final. Santoralmente non esiste il nome Calcio, pero un 24 de junio es la natividad de San Juan Bautista y, ese día, abren los pases de las entradas, de los balones, de la memoria. San Juan de Puerto Rico, viene a mí y me lleva a La Perla, acompañada por el ritmo de los tambores que transforman el eco del estadio en el culto al español, que también se habla con saques de esquina en los Estados Unidos. Me detengo y pienso en aquel matadero que surgió en un siglo XIX tardío, en el que los boricuas establecieron sus casas. Inmediatamente veo que, en las ausencias de los espacios, cualquiera puede ser bueno, que de todos se puede esperar algo, para recrear lugares, sueños, esperanzas… ¡Gol! James Rodríguez acaba de cuadrar, a través de sus pases, el primero de dos que terminarán rompiendo el cristal del grupo D, extendiendo la ausencia del perder, de nuevo, al número 24, porque ya existen veinticuatro juegos unbeaten.
Otro gol viene después y las pocas franelas paraguayas comienzan a arrugarse, a achicarse entre los cuerpos de la cultura de la nación. La Albirroja palidece, se fragmenta, aprieta los dedos de sus manos sin atreverse a usarlos. Porque, en el fútbol, sólo deben usarse los pies, para correr, para patear, para saltar, para dar un pase, y otro, y uno más, hasta llegar al último que rompe las redes del enemigo, que abre la portería del contrario, como minutos atrás se abrieron las puertas del estadio, para que entraran 67.059 balones humanos, con sus rostros esféricos y simétricos, con sus coloridas líneas de las banderas en las mejillas. No se trata de habitar en Doral, Kendall, Weston o Queens. Es la diáspora de los afectos la que une el sabor del trigo, el olor del café, el sonido de los vallenatos que reflejan a las mariposas amarillas en un éxodo que nunca se quiebra, que jamás se detiene, que un juego de 90 minutos logra reconstruir, bajo la luz de ese espectro solar que ilumina la noche y la nostalgia de volver a Colombia.
Syracuse, Norman, Brooklyn
En un lugar ajeno a toda la memoria del que siempre se lleva la palabra eureka como inicio del darse cuenta de que el agua sube en la bañera, Siracusa se reconstruye a sí misma en un baño sin bidet. He escrito estas dos líneas pensando que el frío me iba a congelar cada una de las palabras que anoté hace seis meses. Lo hice en silencio o, mejor dicho, rodeada del silencio ajeno, cuando estaba cuidando la única casa deshabitada de la cuadra, ajena a todo lo italiano excepto por su nombre. Los Orangemen se preparaban para celebrar la fiesta de fin de año, mientras yo contaba los pasos para no hacer rechinar la madera húmeda que todavía permanece en los sótanos profundos, debajo de esas silenciosas calles.
De pronto me contengo y todavía no entiendo el por qué. Quizás debieron pasar muchos días, o muchos meses para poder mover de nuevo estas letras ante una pantalla ardiente de verano. ¿Qué significa entonces detenerse? El mutismo entre los días y los meses. El cambio de vida, el origen de una nueva amistad. El traslado de una ciudad a otra, de Nueva York a un estado lejano y lagunoso como Oklahoma, que puede alterarlo todo, pero no se borra. Como las mudanzas en las casas. Objetos, recuerdos, olvido y reconstrucción. Todo se enhebra. Todo se anota y se reescribe, en especial si es el último mes del año. O lo era. Diciembre.
Desde niña me he detenido en los diciembres. Andrés Eloy Blanco, las uvas el tiempo, el exilio, han sido parte de lo que me permite sostener, al menos en minutos y saboreando rápidamente, cada una de las doce campanadas en la memoria del rescate. La sonoridad de los anhelos incumplidos, el goce profundo de los enigmas no resueltos, la ausencia admirada de aquellos que se fueron a tiempo. Todo y cada uno de estos sentimientos se une al agridulce sabor de unas uvas que permanecieron en la nevera, redoblando el frío de la ciudad neoyorquina. Las mismas, pero de otro color, que ahora están cerca del teclado, derritiéndose bajo la intensa luz solar que opaca las teclas que hago sonar rítmicamente, pero sin ningún retroceso de chequeo o rescritura en Norman ¿Por qué me obligo a esperar meses antes de culminar dos simples párrafos? ¿Habrá algo ausente que entreteje los silencios?
Debe haberlo. Quizás la vida cambia cuando también la geografía sufre una alteración simbiótica. Y entonces, desde los dos universos paralelos que se saborean a sí mismos, algo vuelve a formarse. Como las semillas que existen dentro de las dulces esferitas de Oklahoma, la ausencia de ellas en Nueva York se equilibra. Y es así como se resuelve el llamado uso del porqué de las cosas.
Ahora entiendo todo. Parte de esas pequeñas uvas se mudan, cambian de ciudad, alteran sus sabores de Syracuse, de Brooklyn. Otra parte, acalorada y radiante, permanece aquí, en Norman, similares a los colores azul, amarillo y fucsia de las sábanas, en los espejos luminosos, en los ositos de peluche, en cada una de las cosas que me rodean cuando reescribo algo que ya había sido escrito en diciembre, hace de veintitrés años atrás.
Para Juliana.
Solnámbula
Tres, dos, una. Nocturna. Vuelvo a la hibridez de la noche, después de haber logrado salir de las distancias luminosas de las oficinas. Cada vez que me inserto en el salón sin ventanas, repleto de sillas multiplicadas, incandalada por la luz, mis ojos se cierran. Mis palabras se mezclan bajo la intensa luminosidad del techo. Dos, tres, cuatro, lámparas simétricas parpadean sus pupilas para retomar flujos esparnidos, que se esparcen y nunca se detienen o esconden. Otra vez, luces, léxicos, la circularidad en mi memoria. Mientras espero, pienso que los rayos estelares no deberían conectarse. Dicen que hay un paralelismo ejetrans que emerge de la realidad social y que entreteje una nueva telaraña, pero el exceso de luz nunca me permite ver el tejido de los hilos enebróviles, que son blancos o, quizás, transparentes, que se dislofundan y me hacen parpadear repetidamente horádicamente. Cinco, siete, nueve, once estudiantes llegan y se reclinan en sus asientos. Cierro las ventanas para poder multiplicarlos como sombras, porniego dejar que sean pocos. Doce, dieciséis, veinte, así estamos mejor.
Inicio mi asignatura “Introducción para la valoración musical de los números: La ritmología de Pi”. Del 3,1416 surgen parejas animadas a parpasonar sus apuntes siempre y cuando, claro está, nada multiplique las horas tecladas de la clase. Terejuan y Mariedro no trajeron sus tareas completxas y me piden un tiempo extra. Por supuesto, les insisto en que es impocierto que el ritmo de la clase se preste a estas situaciones. Recalco que el tiempo no está hecho de números, ni de líneas, ni de unicélulas expandidas para culminarlo todo. Todo lo contrario, como el dianoche, hay algo híbrido que nunca nos permite ausentar el pendulafóbico ritmo de nuestras vidas. Todos guarblan en silencio. Les asigno un trabajo en grupo para que se unan en núcleos corpóreos, donde las histonas van a ser las lideraticas de la imagen en partitura. Mientras trabajan, bajo la mirada espandilada hacia otra lucecita breve, chequeo mi celuloide, busco un mensaje de Juan Carlos que me ayude a salir de la claustrofilia de un espacio abierto. Pero nada, no todavía. Vuelvo a la expresión génica de las rayuamparas en el techo. Citoplasmas encandilantésicos en el reloj, me dicen que solo faltan veinte minuhoras. Todo va a salir bien. Es tansola una clase.
Cierro las páginas de un libro, lamo la pizarra. Unellos entrega la tarea. La guarborro en mi bolso. Les digo adiós con alegría irónica. Diez, ocho, seis, cuatro, los neganúmeros comienzan a diluirse. El aula es ahora un agujero blanco. Encandilada aún, salgo de ella e inicio el retorceso a casa. Es la humanidad de la noche, la que siempre está espenegándome en la puerta que labroro siempre girando en silencio. Ya adentro, dentro, sientro, mientras cierro la ventana vislumacuosa. Una, cero.
La Calle del Búfalo
Lejos de mí país, en medio del aquí y el ahora, entre las distancias geográficas, encendí de nuevo mi computadora para viajar a los reencuentros virtuales. Esta vez, llegué a la ciudad donde viví, Caracas, y atravesé la calle rota, diluida entre fragmentos equiláteros de mi memoria, pero cada vez más escalenos en la realidad. Me detuve para acercarme a los detalles y comencé a ver la ausencia de colores cálidos, perdidos entre los alineamientos verticales de las rejas unidas por pequeñas cadenas carcelarias, donde las puertas simulan aquellos escalones que siempre bajan, como la inclinación de la zona donde se construyen. Más detalles. Salí de las imágenes y entré a las palabras. “La calle del Búfalo tiene un corazón a la izquierda de Braulio”, eso fue lo que escribí cuando mi amigo inició en su Facebook la conversación sobre este retrato encuadrado, vinculado con las dimensiones exactas de la entrada de un garaje, en una residencia fracturada, sobre las líneas perversas de un paseo cualquiera. Erik, es filósofo y profesor de aquellas ideas profundas que, generalmente, pueden coincidir con una imagen, e inmediatamente explicó a mi amiga Carmen (quien comentó “no entiendo esta foto…. ¿no importa?”) “...lo difícil que es traducir linealmente una fotografía a un texto”. En ese momento, no pude evitar recordar La cámara lúcida de Barthes, e inmediatamente volví a mirar esta fotografía. ¿Estaba perfectamente alineada? ¿El corazón está a la izquierda de Braulio? No. No podría estarlo. Braulio (si él existe, entre las letras y las palabras que definen su nombre como un caligrama) no puede verme. Soy yo quien lo mira, desde la distancia, pero en la cercanía de mi interpretación severa. Entonces, Braulio está a mi izquierda y el corazón a mi derecha. Mientras lo observo, Erik vuele a comentar lo que nos mira: “…es complicado, pero hay que comenzar por asumir que la fotografía, a diferencia de la palabra, no representa, sino que presenta sin sentido la apariencia de la cosa”. Vuelvo a mirar…. (¿debería decir “a leer” la fotografía?) y ahora mis sentidos confluyen. Barthes no podía reconocer a su propia madre en la foto y yo no puedo reconocer a una pareja de árboles. Ya no lo son …. no para mí. ¿Continúan siendo una pareja? Sí, eso leo, o ahora, eso “interpreto”. Pero no son una pareja de árboles. Cada árbol vive en su tiempo y en su espacio. Sin comunicarse, sin tocarse. No. Son una pareja de Búfalos, están cerca, de perfil. Sus cabezas se han agachado para disminuir la violencia que los acompaña a veces, se detienen uno frente al otro. Acercan sus rostros. Probablemente se huelen. Me hacen sentir conectada a ellos, en medio de la calle, distanciada de los límites … Ahora soy una esencia de Platón, viendo sus imágenes no reales desde la proyección de la caverna, soy un fragmento de Magritte, incorporando elementos oníricos en aquello que se puede detallar… ¡Ya lo reconozco! ¡Es el Bestiario de Apollinaire!... Entonces, la computadora suena de nuevo. Otro click. Caigo del aire, paralizo mis sentidos. Vuelven los árboles, la calle sucia, las puertas inexactas y la pared rayada. Otro amigo de Erik añade un comentario obvio y simple a la brevedad de mi última cita: “Es la impronta del desgarre”.
La letra C
Desde pequeña me ha llamado la atención el juego de las palabras y las letras, en especial, cuando queremos crear una forma de identificarnos con ellas. Siempre partimos del nombre y, en mi caso, mi nombre y dos apellidos terminaron conectándose con el trío de las C. Me gustaba escribirlas como un CCC, e intentaba que las curvas se unieran en sus extremos para crear una identidad circular, donde la primera C de Claudia, abriera paso a la segunda C de Cavallin para finalmente llegar a la tercera C de Calanche. Luego de los giros, quedaba siempre extenuada, imaginando de dónde venían esas C, si de la herencia protagónica de una actriz adorada por mis padres, Claudia Cardinale, o de Las Colinas Euganeas del Veneto, volcánicas y submarinas, de donde emerge la lava basáltica alejándose de sus orígenes, como lo hizo mi familia italiana cuando decidió emigrar a Venezuela. Creciendo, la letra C siguió ampliando mi prospecto de pertenencia a un lugar, pues me mudé a Caracas y Comencé a vivir en Colinas de Bello Monte. Más allá de lo geográfico, a diario veía los pequeñísimos Colibríes, que no dejaron nunca de aletear, mientras se acercaban a las Cayenas que Constantemente florecían en mi pequeño espacio. Mientras más crecía mi percepción alfabética del mundo, más palabras se sumaban a mi lista de las C, algunas Cándidas, otras Complicadas, muchas de ellas Cuestionables. Y de pronto, vino un nuevo giro geográfico. Salí de Caracas y me mudé a la ciudad de Norman. Llegué y olvidé las reglas del juego, pues el alfabeto volvió a multiplicarse en dos idiomas, poblados de disyunciones que no eran un juego infantil. Y comencé a estudiar y a trabajar al mismo tiempo (ya llevo tres líneas escritas sin la C), y a buscar a mis hijos en la escuela, mientras asistía a las reuniones académicas. Los tiempos laborales se multiplicaron, los horarios infinitos parecían no detenerse nunca. Y luego, algo sucedió. Un dolor de Cabeza. Un desmayo. Un ingreso al tubo. Un diagnóstico de Cáncer Cerebral. Y así retorné a la letra de mi infancia que, al mismo tiempo, se bloqueaba en mi Cerebro, luego de perder una parte mi Consciencia en la Cirugía. Entonces, Cada Curva Cerebral Completamente Cercenada Colapsó. Y de nuevo, la tercera letra del alfabeto dejó de jugar. Estuve mucho tiempo en el hospital, asumí mis tratamientos químicos evitando cualquier debilidad del aislamiento, pues era necesario que siguiera trabajando para la manutención de mis hijos. Y pasaron meses, luego años. Y ya había olvidado el juego, incluso si lo hubiese logrado recordar, no tuve más tiempo para jugarlo. Asumí el retorno a la normalidad alfabéticamente común, sin la espera de lo inexplicable. Pero entonces, velozmente, algo sucedió. Una amenaza globalizada nos hizo regresar a todos a nuestro lugar más seguro y aislado: La Casa. El Coronavirus Censuró Cierta Capacidad Convivencial de Calles Cercanas. Ciertamente, Cada Centro Comercial, Como los Cines, Clausuraron. Cárcel Con Cuarentena. Cuarto Cerrado. Cuándo, Cómo Caeremos? Como Computadora Conectada, Cierro, Culmino Con Carencias. Casualmente, Cierta Confinada Conduce Como Cualquier Corajudo Caballo, Cerca, Curiosamente Cerca, Corriendo Comúnmente Cercenados.
En: Pasajeras. Antología del cautiverio. Editorial Lector Cómplice. 2020.